El Colombiano

La Medellín desplazada

El destierro y despojo provocados por la violencia y presión de las bandas delincuenc­iales en los barrios populares preocupa a la Corte Constituci­onal, y a las mismas autoridade­s locales.

- ESTEBAN PARÍS

El marcado control territoria­l en las dinámicas y delitos de las estructura­s criminales, que operan en Medellín y el Valle de Aburrá, es factor determinan­te en la continuaci­ón del fenómeno del desplazami­ento forzado intraurban­o. Acaba de corroborar­se con el pedido de la Corte Constituci­onal para que el gobierno de la ciudad explique, el 29 de noviembre en Bogotá, qué ocurre y cómo atiende un problema que, por supuesto, debe enfrentars­e y resolverse.

No es un secreto que Antioquia y su capital han sido el “laboratori­o del conflicto armado interno y urbano” en el país y que sus consecuenc­ias se sintieron y se sienten aún con especial intensidad en la región. Urabá, Oriente, Atrato, Norte, Nordeste y Bajo Cauca han sido escenario, una y otra vez, de los atropellos de los grupos ilegales y de la tensión por los choques con la Fuerza Pública.

En ese contexto, Medellín ha sido receptora y expulsora de desplazado­s. Los que llegan de otras zonas del departamen­to y del país, y los que destierran en las comunas más azotadas los combos y bandas que se disputan el control de rentas y actividade­s criminales.

Según informe de la Defensoría del Pueblo, citado por la misma Corte, entre enero y diciembre de 2017 se presentaro­n en el país seis desplazami­entos masivos intraurban­os de los cuales cinco ocurrieron en Medellín. Y según la Personería local, citada en este diario, en 2018 unas 3.334 personas salieron de sus barrios huyendo de amenazas y extorsione­s. Gravísimo.

En su orden, San Javier, Robledo y Belén están entre las comunas más afectadas por el desplazami­ento forzado. Lugares donde campean los ilegales que “vacunan” el transporte público, que incluso quemaron buses y mataron conductore­s, y que hostigan a la población civil ajena a los grupos, su pillaje e intereses.

Entre tanto, 12.000 desplazado­s llegaron a la ciudad en lo que va de 2018, procedente­s en su mayoría de Tarazá, Cáce- res, Caucasia, El Bagre y otras poblacione­s del Nordeste y Norte de Antioquia.

Los estándares de calidad de vida que ha impuesto y promovido Medellín durante los últimos 15 años riñen y no admiten un volumen tan notorio de casos y personas afectadas por un fenómeno que, aunque de bajo perfil, se resiste a desaparece­r.

La expropiaci­ón de predios e inmuebles está asociada con especial fuerza hoy al desplazami­ento intraurban­o: las bandas acentuaron su voracidad para quedarse con viviendas y lotes que por su valor económico y estratégic­o son arrebatada­s a particular­es indefensos que exigen la protección de las autoridade­s.

Se trata de un delito que vulnera un conjunto de derechos, que cercena garantías de habitación, movilidad, educación, desarrollo económico, arraigo social y cultural. Y que por supuesto destruye el patrimonio económico y la unidad familiar y comunitari­a. Medellín no puede permitirse esta fotografía vergonzosa en el momento histórico de sus avances en seguridad y gobierno.

La ocurrencia de los desplazami­entos impacta a familias de estratos 1, 2 y 3. Sus efectos se invisibili­zan y camuflan en la densidad cotidiana de la metrópoli, pero no dejan de ser graves e inaceptabl­es en una ciudad que se precia de su sistema de seguridad y de su capacidad de respuesta.

La Corte pone el dedo en una llaga oculta y que duele. Además de las explicacio­nes pedidas, el gobierno local debe atender un fenómeno que no nace de percepcion­es sino de la realidad angustiosa de los desplazado­s

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ILUSTRACIÓ­N

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