La Medellín desplazada
El destierro y despojo provocados por la violencia y presión de las bandas delincuenciales en los barrios populares preocupa a la Corte Constitucional, y a las mismas autoridades locales.
El marcado control territorial en las dinámicas y delitos de las estructuras criminales, que operan en Medellín y el Valle de Aburrá, es factor determinante en la continuación del fenómeno del desplazamiento forzado intraurbano. Acaba de corroborarse con el pedido de la Corte Constitucional para que el gobierno de la ciudad explique, el 29 de noviembre en Bogotá, qué ocurre y cómo atiende un problema que, por supuesto, debe enfrentarse y resolverse.
No es un secreto que Antioquia y su capital han sido el “laboratorio del conflicto armado interno y urbano” en el país y que sus consecuencias se sintieron y se sienten aún con especial intensidad en la región. Urabá, Oriente, Atrato, Norte, Nordeste y Bajo Cauca han sido escenario, una y otra vez, de los atropellos de los grupos ilegales y de la tensión por los choques con la Fuerza Pública.
En ese contexto, Medellín ha sido receptora y expulsora de desplazados. Los que llegan de otras zonas del departamento y del país, y los que destierran en las comunas más azotadas los combos y bandas que se disputan el control de rentas y actividades criminales.
Según informe de la Defensoría del Pueblo, citado por la misma Corte, entre enero y diciembre de 2017 se presentaron en el país seis desplazamientos masivos intraurbanos de los cuales cinco ocurrieron en Medellín. Y según la Personería local, citada en este diario, en 2018 unas 3.334 personas salieron de sus barrios huyendo de amenazas y extorsiones. Gravísimo.
En su orden, San Javier, Robledo y Belén están entre las comunas más afectadas por el desplazamiento forzado. Lugares donde campean los ilegales que “vacunan” el transporte público, que incluso quemaron buses y mataron conductores, y que hostigan a la población civil ajena a los grupos, su pillaje e intereses.
Entre tanto, 12.000 desplazados llegaron a la ciudad en lo que va de 2018, procedentes en su mayoría de Tarazá, Cáce- res, Caucasia, El Bagre y otras poblaciones del Nordeste y Norte de Antioquia.
Los estándares de calidad de vida que ha impuesto y promovido Medellín durante los últimos 15 años riñen y no admiten un volumen tan notorio de casos y personas afectadas por un fenómeno que, aunque de bajo perfil, se resiste a desaparecer.
La expropiación de predios e inmuebles está asociada con especial fuerza hoy al desplazamiento intraurbano: las bandas acentuaron su voracidad para quedarse con viviendas y lotes que por su valor económico y estratégico son arrebatadas a particulares indefensos que exigen la protección de las autoridades.
Se trata de un delito que vulnera un conjunto de derechos, que cercena garantías de habitación, movilidad, educación, desarrollo económico, arraigo social y cultural. Y que por supuesto destruye el patrimonio económico y la unidad familiar y comunitaria. Medellín no puede permitirse esta fotografía vergonzosa en el momento histórico de sus avances en seguridad y gobierno.
La ocurrencia de los desplazamientos impacta a familias de estratos 1, 2 y 3. Sus efectos se invisibilizan y camuflan en la densidad cotidiana de la metrópoli, pero no dejan de ser graves e inaceptables en una ciudad que se precia de su sistema de seguridad y de su capacidad de respuesta.
La Corte pone el dedo en una llaga oculta y que duele. Además de las explicaciones pedidas, el gobierno local debe atender un fenómeno que no nace de percepciones sino de la realidad angustiosa de los desplazados