AMAR LA MUERTE COMO SE AMA LA VIDA
El Evangelio anuncia dramáticamente el fin del mundo cósmico. Es también el anuncio del fin del mundo de cada uno. Con la muerte termina cada uno para el mundo y el mundo termina para él. No sabemos cómo ni cuándo, por eso la actitud prudente es la de vigilar y orar.
El desenlace de todo esto ha de tomarse en serio, pero no en sentido dramático y catastrófico, como algo que termina mal sin remedio. “Serio” es todo aquello donde se ventilan grandes valores que no están definitivamente perdidos. Creyentes y no creyentes se enfrentan con la misma realidad: el fin. Todo se explica mejor desde dentro de la fe que desde fuera de ella. El fin del mundo, la muerte, es para unos el fin de todo, mientras que para otros es el comienzo de algo mejor. Donde acaba la razón, comienza la fe. Si para la razón todo lo que nace debe morir, todos seguimos inexorablemente el ritmo de la historia y la curva de la vida: nacer, crecer, reproducirse y morir. Para la fe todo lo humano que muere tiene que resucitar. Esta es nuestra fe expresada en los artículos del credo: creo en la resurrección de la carne, en la vida venidera o eterna.
Este futuro incierto debe garantizarse con el velar y orar que aconseja el Evangelio. Es la única actitud inteligente.
El día de la ascensión, los discípulos se quedaron extasiados mirando al cielo cuando el Señor subía. Dos ángeles vestidos de blanco los corrigieron: ¿ qué hacen ahí mirando al cielo? Ese Je- sús que ha sido arrebatado de entre ustedes al cielo vendrá otra vez como lo han visto. ( Hch. 1, 11). Ellos se fueron y se dedicaron a anunciar estas cosas por todas partes (Mc. 16, 20), y permanecían en el templo en oración ( Lc. 24, 53). La oración es vigilancia y el apostolado es acción.
No debemos impresionarnos por la catástrofe cósmica que se describe apocalípticamente, sino por las exigencias del orden nuevo que, a través de ellas, se anuncia. El fin del mundo es divino no fechable
Con la muerte termina cada uno para el mundo y el mundo termina para él. No sabemos cómo ni cuándo, por eso la actitud prudente es la de vigilar y orar.