EL VALOR DE LAS MARCHAS
Que los estudiantes universitarios, apoyados por el profesorado, se hayan tomado las calles de las principales capitales es el acontecimiento ciudadano más trascendental de los últimos meses en Colombia. Que por séptima ocasión (la importancia del siete) aceleraran el paso y levantaran los brazos y pintaran pancartas y alzaran las voces para exigir el rescate de la educación pública, es un paso sustancial en el crecimiento político de un país adormilado y sangrante. Una nación que por décadas estuvo encerrada en sus miedos y ciega a otras urgencias que no fueran terminar con el enfrentamiento armado, la lucha eterna contra el narcotráfico o la corrupción.
El orden de los intereses y las preocupaciones de los colombianos está cambiando. Y la educación sube aceleradamente los escalones de las necesidades más urgentes. Nadie en este momento podría poner en duda la validez de las exigencias de los estudiantes universitarios. Ni siquiera el más mezquino y obtuso de sus opositores. La educación -siempre en quinto plano de los intereses gubernamentales- necesita un rescate urgente tras décadas de desgano estatal y el Ejecutivo reconoce la problemática. Ha tendido la mano, a regañadientes, pero se necesita más.
Algunos medios de comunicación y periodistas de amplia influencia le han hecho el juego a la estigmatización. A poner en el centro de la noticia a los violentos. Buena parte del uribismo también. Ellos más que ninguna otra colectividad centran sus discursos en las acciones de una minoría y transformaron lo singular en el todo. La generalización como el arma para atacar lo justo y la manera más sencilla para cortar de tajo cualquier reclamo. Construyen una realidad falsa, como si todos marcharan con una molotov en la mano.
Pero el esfuerzo de interpelación pacífica no puede caer ahora cuando el tema está como plato principal en la mesa de discusión. Hay que insistir. De forma respetuosa pero enérgica. Siempre en contra de los desmanes. Siempre opuestos a las caras tapadas y a las piedras que vuelan. Porque allí es donde se borran los beneficios alcanzados y la empatía se transforma en rabia. Colombia es particularmente sensible a cualquier ejercicio violento y en esto de las multitudes caminando es muy simple desfigurar el propósito con una capucha que nadie ha pedido. Que todos aborrecemos
Hay que insistir. De forma respetuosa, pero enérgica. Siempre opuestos a las caras tapadas y a las piedras que vuelan.