El Colombiano

Así es el primer libro infantil de Héctor Abad.

Héctor Abad Faciolince presenta su primer libro infantil. Una abuela y una nieta son las protagonis­tas.

- Por MÓNICA QUINTERO RESTREPO

La mamá de Héctor Abad Faciolince está durmiendo con Una bolita plateada y su hija se la llevó, a la misma bolita, a pasear a Cali. A la abuela de Daniela, dice en la primera página, como dedicatori­a. Está bien que duerman y paseen con el primer libro infantil que él escribió. Finalmente una es la abuela, otra es Daniela y él es el hijo y el papá.

– Creo que les gustó mucho pues hay datos que ellas conocen. Son unas lectoras privilegia­das, pero no hay que saber lo que ellas saben para que el cuento funcione. Es más, creo que es mejor no tener los datos reales: eso aviva la fantasía –dice él.

Héctor está al otro lado del chat. Pregunta que si recibí la bolita. La recibí y la abrí, le respondo. ¿La abriste? ¡Sacrilegio!, dice. Lo imagino gritar.

–Es el primer libro para niños que hace, ¿cómo se sintió? –le escribo.

–Cuando mis hijos eran niños les leía muchos cuentos, bien fuera clásicos de Andersen, los hermanos Grimm, tradiciona­les colombiano­s o italianos, pero nunca me atreví a escribirle­s un cuento. Hace unos ocho años, cuando ya estaban grandes, de casi 20 años, me dio por desempolva­r esta vieja historia. No tenía experienci­a en este género y probé el cuento con dos “hijos bonus” que tengo. A ellos les gustó. Pero de todos modos lo guardé y no lo publiqué. Pasó el tiempo. Lo corregí muchas veces hasta que lo empecé a cambiar tanto que ya me lo estaba tirando y tuve que volver a una versión más vieja para no arruinarlo. Y mientras tanto conocí y me hice amigo de mis editores, Miguel Mesa y Juanda Díez, y conocí a la ilustrador­a, Joha Bojanini, que hizo un trabajo magnífico que me acabó de convencer de que el libro podía salir dignamente y esperar el veredicto de los lectores: niños y adultos.

–Y por qué lo seguía guardando, ¿le daba susto?

– Pues sí: la literatura infantil es una cosa seria. Los niños son como el niño del cuento del Traje nuevo del emperador: ellos saben muy bien lo que les gusta o no, y si gritan que el rey está desnudo es porque tienen razón. Yo les tengo mucho respeto, pero creo que un libro como este es también una combinació­n de imagen y palabras, y si las ilustracio­nes interpreta­n tan bien lo que yo quería contar, entonces creo que uno puede tener más confianza y tirarse al agua, al fondo de los ojos de los lectores.

–Pero supongo que es también desnudarse un poco, sentirse niño, recordar, sentir nostalgia, y luego enfrentars­e a esos lectores que saben tan bien lo que les gusta, como dice.

–Yo, tanto en mis libros para adultos como en este cuento, parto siempre de datos de la experienci­a. Ahora que he ido mostrando el libro me he dado cuenta de que al parecer hay una tradición en Antioquia de hacer este tipo de bolitas, estos objetos raros, desde principios del siglo pasado. Me dicen que es una costumbre de abuelas y abuelos, en general con el papel metálico de las cajetillas de cigarrillo. Lo de desnudarse es cierto en el sentido de que se revela algo que tiene que ver con una historia familiar privada que se puede convertir en una historia que sale de la casa y produce sensacione­s en otras familias, en otros niños, en otras casas. Pero eso es solo el punto de partida. Luego todo está construido con la fantasía, con la ficción, con ciertas simetrías y datos que le van dando al cuento su posible encanto, su capacidad de memoria, de seducción. Espero haberlo conseguido.

La bolita

El libro empieza así: Casi todos los viernes, cuando los padres de Cecilia iban a cine o salían a comer por ahí con los amigos, dejaban a su hija en casa de la abuela, que también se llamaba Cecilia. La abuela era viuda y vivía sola, por lo que recibir a su nieta era como una fiesta para ella.

Abuela, le dice la niña, mejor conocida como Ce, a Cilia, y le pide que le cuente algo de cuando era niña. La historia de la bolita llega después, más en la mitad. Héctor publicó en su Twitter (@hectorabad­f) una foto de su hija y su mamá, leyendo juntas en el jardín Una bolita plateada, ese libro rojo con azul.

–¿Esa relación entre su mamá y su hija lo inspiró?

–Ellas tienen una relación de gran complicida­d: son dos personas, la una de 30 y la otra de 90, que se parecen mucho, que se quieren y se entienden como por instinto, y que transmiten, en toda su fragilidad de la edad o del tamaño, una gran energía interior. Ambas tienen una personalid­ad muy dulce y muy fuerte a la vez. Y cuando están juntas, desde que mi hija era niña, hablan sin parar, conversan de todo, se ríen, y hasta lloran por las mismas cosas. Ese es otro punto de partida de la experienci­a, de mi experienci­a como espectador de una relación de nieta y abuela. Ellas conocían el cuento, pero no sabían que el libro iba a salir al fin. Fue una sorpresa. Creo que es importante que un cuento dé dos ilusiones simultánea­s: una de realidad y otra de irrealidad. Y una conclusión que te deje en la incertidum­bre.

–¿Cómo fue su abuela con usted?

–Bueno, yo conocí a mis dos abuelas. La paterna, una señora de Jericó que tocaba la lira, fumaba mucho y hacía muchas muecas, era amable, pero más bien dura. La abuela materna era de Bucaramang­a, una gran cocinera, una señora muy sociable y muy dulce. Pero era muy feminista, tanto que creo que el hecho de que yo fuera hombre no le parecía gran cosa. Prefería de lejos a mis hermanas. En todo tenía muy buen gusto. Lo que sí recuerdo es que su casa estaba llena de cosas muy viejas metidas en sitios secretos, y yo vivía buscando esas rarezas en su casa de la carrera Villa, por las Torres de Bomboná. La casa tenía capilla y baño de inmersión. Había solar, brevo, perro y cura. Una de las cosas que mi mamá más ha sentido es que su madre, mi abuela, no haya podido leer nunca este cuento. Dice que le habría encantado. El cuento viene de

“Hacerse lector es hundirse en una historia, salirse del mundo y hasta salirse del libro: tenerlo ahí, entreabier­to, y soñar con las posibilida­des que la historia le abre a la propia vida. Irse por las ramas del pensamient­o y de lo que se siente: mirarse en el espejo que es un libro y encontrar rasgos de uno mismo que ni sabíamos tener”.

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