El Colombiano

PEQUEÑAS HISTORIAS (9)

- Por DIEGO ARISTIZÁBA­L desdeelcua­rto@gmail.com

Como suelo hacerlo a punto de empezar las vacaciones, comparto un par de historias que surgen Desde el cuarto: Rabia

Esa noche, por culpa de una gotera que le caía en un ojo, el hombre se despertó con los labios apretados, con las manos empuñadas, con las venas brotadas en el cuello, con la cara deformada, con la voz iracunda insultándo­se por dentro, con el cuerpo tenso y con tanta rabia que pensó que golpearía por primera vez una pared, pero no lo hizo. Si lo hacía, tendría que relajarse al instante para construir de nuevo su casita de cartón. Cipreses

Con tan solo dos semanas de llevar viviendo en el nuevo edificio del sur, el vecino del primer piso cambió la baldosa de su terraza, pintó las paredes, colgó una hamaca y sembró en materas barrocas seis cipreses distribuid­os entre esquina y esquina y entre centro y centro. Quedó un pequeño espacio para pequeñísim­os cuadros y otro más para poner de adorno un caballito de madera que, de forma pasajera, me hizo recordar la historia del Satiricón en el capítulo que referencia la escena homosexual entre maestro y alumno. No hubiese pensado en tal escena de no ser porque recién había leído el libro y me asombró la moral griega. Esa noche mi vecino fumó exhausto pipa sin camisa sobre la hamaca mientras escuchaba una canción que repitió tres veces con apenas decir: “ponla de nuevo negro” y ju- gaba con los bordes de su diminuta pantalonet­a de rayas blancas y de fondo rojo. Si no estoy mal, sonaba a Ace

of Base o a una de esas bandas que se inmortaliz­aron a finales de los 80 y le dieron fuerza al pop y al dance.

Esa noche oí durante un par de horas murmullos y carcajadas. Copas de vino que fueron variando de nivel hasta dejar botellas verdes sin nada tinto adentro mientras el aroma cambió de la vainilla al eucalipto, esta última esencia no exactament­e producida por la combustión de su pipa, sino más bien por lo que, imagino yo, se cocinaba en los adentros del pequeño espacio, tal vez del gran baño. Fue más tarde, cuando recién se despachaba el tiempo de las primeras horas del amanecer, cuando dos voces varoniles forcejearo­n un rato, gimieron, exhalaron, supongo en la ducha, supongo en la cama, mientras un pañolón rojo impercepti­ble para mí hasta el momento, juntaba vaivenes en la hamaca por el viento, un caballito de “Macedonia” miraba la misma pared y los cipreses le hacían crespos al aire.

Dormí y desperté muy pronto. Caminé hacia el balcón y pensé que por la hora, tan de madrugada, solo encontrarí­a en la terraza del vecino el pañolón sobre el piso y botellas verdes. Me equivoqué. Mi vecino, aquel de brazos gruesos de gimnasio, de espalda olímpica y pantalonet­a corta, mojaba los cipreses con su regadera rosa. Todo estaba en silencio

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