CRÍTICA
Lo que se ve en Narcos son hagiografías criminales que convierten el espanto que se ha esparcido por Latinoamérica en el archienemigo de los héroes destinados a salvarnos: los infiltrados norteamericanos. Las primeras tres temporadas funcionaron bajo ese arco dramático. Los capos de la droga, sanguinarios y lunáticos son perseguidos por agentes casi indefensos que tienen que superar la torcida burocracia institucional para lograr acertar los golpes que terminan debilitando la maquinaria mafiosa, hasta hacerla colapsar. De la misma manera opera la cuarta temporada de la serie. Esta vez, el foco está sobre la ascensión del padrino mexicano
interpretado por Su némesis es el agente de la DEA Kiki Camarena, a cargo de un que trata de salir del encasillamiento bufonesco al que lo ha marginado la industria de Hollywood. El juego de policías y ladrones se ejecuta con mucha efectividad en la trama de Narcos. No hay que negar que la tropa de ocho guionistas encargados de tejer y destejer los conflictos de la historia está capacitada para cautivar la atención, despertar odios y simpatías, convertirnos en cómplices y también en justicieros, pues de capítulo en capítulo se puede cambiar de bando y salir ileso por gracia del hálito ficticio que rodea a la serie. La vida de se cuenta desde su origen humilde. Enclenque policía de Sinaloa con ideas intrépidas y una inventiva sagaz que le permite ascender a la cúspide del bajo mundo, desde donde comanda el primer cartel mexicano y penetra en la esfera más corrupta del Estado, una bola de cristal donde los intocables campean a sus anchas repartiendo tajadas, dilapidando billetes, decidiendo quién vive y quién muere, poniendo en marcha los resortes burocráticos que mantienen viva la impunidad. Es notable la forma en que la cuarta temporada de Narcos relata ese fondo de política nauseabunda que le ha permitido prosperar a estas organizaciones criminales. Hasta cierto punto la