Las víctimas sin rostro
serie puede erigirse como una denuncia. La guerra contra las drogas sigue tan vigente como en los años ochenta y las audiencias de Latinoamérica pueden ver su actualidad retratada. Reconocernos en el baño de sangre que nos divierte en pantalla quizás sirva para rechazar a esos rufianes que mendigan nuestros votos cada cierto tiempo, al fin y al cabo, son ellos los que en muchos casos acolitan el ascenso de los delincuentes cuyas caras circulan en los carteles de los más buscados. Pero la denuncia de Narcos queda a medias porque no toca ni por descuido la responsabilidad de Estados Unidos en el sarpullido de matanzas que es la historia del narco en Latinoamérica. Uno que otro funcionario gringo de la embajada es retratado como un burócrata que se escuda en la inacción. Los agentes de la DEA que se enfrentan al malvado son hombres de familia acorralados entre la falta de coraje de sus superiores y la corrupción de sus aliados locales. Su abnegación es heroica y el sacrificio que convierte a en mártir conmociona, pero tanto heroísmo levanta sospechas y le impide a la serie desarrollar a cabalidad sus ideas sobre el poder y las secuelas de esa guerra que se sigue perpetuando en nuestros días. Apreciar Narcos solo como un producto audiovisual de entretenimiento es un camino que permitiría prodigar elogios a las actuaciones del elenco, especialmente las de
Es indiscutible que la realización es impecable, entre la primera y la última temporada hay una evolución que se nota en la fotografía, la ambientación precisa de la época, una banda sonora inmejorable y escenas de acción orquestadas con exactitud de relojero. También hay fidelidad con la historia real, los hechos se cuentan más o menos como sucedieron, pero hay dimensiones que no se tocan que cargarían de nuevos sentidos la historia. La confrontación de héroes y villanos siempre deja víctimas y Narcos carece de valentía para ponerles un rostro verdadero.