EN CASA MANDO YO… QUE SOY SU PAPÁ
Si los abuelos estuvieran oyendo lo que pasa hoy en el hogar, ya se habrían levantado de sus tumbas aterrados de ver cómo los niños ahora comen a la carta, amenazan a sus padres con no quererlos, les pegan cuando los contrarían y son quienes deciden dónde, cómo y a qué horas estudian, se acuestan, se bañan, etc. No se necesita ser muy viejo para quedarse aterrado al ver cómo los hijos manejan a sus padres “con un dedito” y estos, desconsolados y confundidos, ceden cuando ya no encuentran más razones para justificar sus demandas, por mínimas que sean.
Al vivir bombardeados por toda suerte de teorías respecto a la crianza de los hijos, mezclados con permanentes sentimientos de culpa y temor a que no nos amen, a la vez que abrumados por la angustia característica de una era en la que la gente dejó de vivir para dedicarse a luchar por sobrevivir, los padres parecen estar totalmente perdidos y la anarquía reina ahora en muchas familias. Uno de los factores que más ha contribuido al estado actual de las cosas son las teorías que comenzaron a popularizarse a partir de los años setenta y que afirman que la democracia debe hacerse extensiva a la familia y que “los hijos deben tratarse con la misma igualdad que sus pa- dres”. Esto ha implicado que a los niños se les debe permitir participar activamente en todas las decisiones de la familia y que sus opiniones no sólo deben escucharse sino muchas veces adoptarse. Y lo que es peor, tales teorías establecen que cuando los niños se comportan mal los padres deben apelar a su sentido de responsabilidad y justicia, explicándoles la diferencia entre lo que está bien y lo que está mal hasta que logren convencer al menor de que cambie su conducta. De acuerdo con las mismas, bajo ninguna circunstancia se debe castigar a un niño por su mal comportamiento porque se supone ser una actitud represiva y que los puede afectar negativamente, además de que viola la premisa de igualdad sobre la cual se basa la relación democrática. Los resultados de las teorías democráticas han sido desastrosos en términos generales. Los padres han quedado amedrentados, temiéndoles a sus hijos, y los pequeños se han convertido en unos tiranos insoportables