CRÍTICA
¿Alguna vez se han preguntado por qué cerramos los ojos al besar? ¿Han pensado –de veras han pensado– en el extraño vínculo que nos une a la mujer que con su cuerpo hizo posible nuestros huesos y nuestros hermanos? Y, para abordar del todo las preguntas esenciales, después de abandonar la vigilia de la infancia, han vuelto a preguntarse qué somos, ¿de qué lugar remoto y olvidado hemos venido? ¿Recordaremos algún día “nuestra deleznable impronta de centauros perdidos”? La vida, bien visto, es una cosa muy rara. “Tan raro todo”, se dice y nos dice Olgalucía Echeverry, “tan extraño que haya bocas y ojos y narices y manos y montañas y rocas y piedras y más piedras y agua y fuego y hablar y callar y amor y desamor y vida y muerte”. Sabe y nos recuerda que una de las funciones de la poesía es conducirnos a la extrañeza. Pero otra de sus funciones es consolarnos. Por eso el poema concluye diciendo: “Tan natural todo. Tan natural que haya bocas y ojos…”. Ese viaje de ida y vuelta representa con justeza a (2018), el poemario que Olgalucía Echeverri acaba de publicar y presentar en la librería El Acontista. Como lo expresa Águeda Pizarro en la introducción del libro, se apoya en los epígrafes de León de Greiff, su espíritu tutelar, para explorar a través de las palabras “nuestras esencia animal” y en esa búsqueda hallar “el meollo de la poesía”. Parece una contradicción que los primeros poemas estén dedicados al reino vegetal (“estas palabras son como mis raíces) o que la voz lírica se sienta tierra fértil (¿Seré yo, buena tierra anegada para el humilde arroz o tórrida latitud para la refinada canela?), pero la búsqueda diluye las fronteras de los reinos y se ocupa de la vida, de esa luz del entendimiento que se crea (se recrea) a sí misma en la poesía. El poemario todo es como un viaje al borde del abismo, un vértigo a las puertas de ese “ultimo nacimiento” que las palabras hacen menos tenebroso. Las palabras se aventuran sin arrogancia, conscientes de que solo hay preguntas, se organizan como “signos de un tesoro que no existe”. Olgalucía Echeverri es ella misma un animal