El Colombiano

¡El Joe Vive!

- DIEGO LONDOÑO

Un baile tremendo, una fiesta hasta el amanecer, la sonrisa del que baila tomando unas manos sudorosas con fuerza, la algarabía de la alegría, la familia, las luces, los pies que no paran de moverse rápido. Joe nació para esto, para ser grande, para brillar, para cantar canciones que todos necesitába­mos y que se hicieron tan urgentes que nacieron como dictadas desde lo más alto, tan urgentes que no caducarán, así el tiempo, las nuevas canciones y los artistas actuales, a veces amenacen arrasar con nuestra memoria. Detrás del güiro, la caja, el bajo, el timbal, los vientos de todos los tipos, de los coros fiesteros y el sol tropical, estaba El centurión de la Noche, la voz de El Joe, bendita entre las voces nuestras, por su simpatía, por ser una voz colombiana, por ser una que canta la alegría de manera sincera. Esa voz no ha muerto, sigue resonando y cada vez la nostalgia la devuelve al escenario como la primera vez.

lo soñó, y desde su nacimiento en la ciudad de Cartagena. Supo para qué había nacido, pues como una epifanía y sin nadie decirle, desde los ocho años tomó un micrófono, supo cómo acomodar sus pies, sus manos y sus ojos, y empezó a cantar, como en las películas que nos vende hollywood sobre los ídolos musicales, cantando en condicione­s precarias, en bares y burdeles de la zona más compleja de Tesca, en Cartagena. Luego, tuvo la oportunida­d de hacer parte de Los Caporales del Magdalena, Manuel Villanueva y su Orquesta y el Supercombo Los Diamantes. Y su carrera despegó, no como los cohetes, pues no aterrizó nunca, ni siquiera el día de su muerte, todo porque Joe fue un cantante de ilusiones, logró su sueño, lo vivió al extremo y nos dejó el legado más nostálgico, sus canciones, su baile elegante y su caballito de batalla que relinchaba en medio de las canciones. Ese mismo caballito, salió mientras el Joe, en la playa, cantó contra el viento para crear resistenci­a en su voz. Y aunque desde niño trataba de imitar a un caballo, ese fue el momento en el que mejor le salió. La primera vez que lo grabó fue en la canción El ausente, y para él, era algo más que una animación, era una onomatopey­a de índole espiritual, como el grito de Tarzán. El Joe nunca se cansó de bailar, moviendo los pies y las manos al unísono, contoneand­o la cabeza como un perrito de taxi. No se cansó de cantar realidades, de su África colombiana, de sus amores, de sus fiestas hasta el amanecer con su orquesta llamada La Verdad, no porque fuera la única, sino porque era la más sincera. Y es que los 18 congos de oro en el Carnaval de Barranquil­la, los cuatro super congos, los múltiples discos de oro, y el Grammy Latino, no son nada cuando tus canciones no se olvidan y no se dejan de bailar. A veces, cuando me hablan del sentido macondiano de la vida, de los lugares, de los colores, de los sonidos y los paisajes, es difícil entenderlo. Pero ahora, escribiend­o sobre la vida del Joe y escuchando de fondo su música, puedo entender de qué trata ese mundo imaginario y maravillos­o de García Márquez, se trata de ver la vida con el sonido de las tamboras, con la voz del Centurión de la Noche, y todo, en color amarillo.

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