La otra historia en el Mónaco
Quienes vayan a registrar imágenes del edificio Mónaco van a encontrar, hasta su próximo derribo, mensajes sobre lo que pasó y homenajes a las víctimas del narcoterrorismo. Otra historia.
Quienes han llegado en los últimos días al edificio Mónaco, sean o no clientes de los “narcotours”, impulsados por el morbo de ver el que fue durante un tiempo lugar de habitación del narco convertido décadas después en estelar figura mediática, se han topado con una serie de vallas y afiches pegados a la estructura del ruinoso edificio.
Las selfis o poses pretendidamente desenfadadas de esos visitantes que creen estar en un parque temático, en esta ocasión no tendrán como telón del fondo las fachadas derruidas sino mensajes que dan cuenta de las víctimas causadas por la demencial carrera criminal de Pablo Escobar y su cuadrilla de sicarios.
Verán y fotografiarán, entre otras, los rostros de Luis Carlos Galán Sarmiento, Guillermo Cano, Enrique Low Murtra o el general de la Policía Waldemar Franklin Quintero. Hombres de carácter, dotados de entereza moral y valor civil, a los que si bien las productoras no glorifican con seriados hagiográficos, sí merecen el reconocimiento de una sociedad que ha querido enaltecer, hasta donde le ha sido posible, referentes éticos que no claudicaron ante la mafia.
Pero también hay mensajes de recuerdo a las miles de víctimas (militares, policías, civiles, jueces, periodistas). A ciudadanos anónimos caídos por el frenesí criminal de una banda de sociópatas a los que la mercadotecnia y la estulticia de unos cuantos rinden culto como si fueran figuras dignas de encomio.
Como se sabe, hay un plan para demoler el edificio Mó- naco y levantar en el sitio un memorial a las víctimas. Naturalmente hay opiniones encontradas y el debate es interesante. Hay opiniones valiosas y argumentos de peso. Desde este espacio hemos sido partidarios, desde hace tiempo, de la demolición y de construir un espacio de encuentro y homenaje a la dignidad de tantas víctimas que dejó el narcoterrorismo.
Medellín, en particular, sufrió el azote de ese narcoterrorismo y de sus bandas sicariales, cuyos coletazos aun castigan a una sociedad que pagó el más alto precio al no resignarse a ser etiquetada como cuna y albergue de los narcos y sus hordas de matones. Fue tanto el dolor que durante mucho tiempo hubo una especie de mecanismo de defensa colectivo que consistió en querer olvidar, dejar atrás los recuerdos de las tragedias. Un afán de no recordar la barbarie y mirar hacia el futuro, quizás para no atormentar a las nuevas generaciones con la carga de dolores acumulados.
La sociedad, no obstante, debe fomentar la memoria y recordar lo que pasó y cómo pasó. Pero ese recuerdo no pasa por erigir lugares de culto a los criminales ni por convenir pasivamente con la reescritura, a favor de la imagen de los victimarios, a la cual son tan proclives más allá de las fronteras, donde paradójicamente sufren, con sus millones de adictos y drogodependientes, las consecuencias de la delincuencial actividad del narcotráfico.
El otro relato del edificio Mónaco, como titulamos la información del pasado martes, es un adecuado timbre de alerta ante olvidos interesados, y una forma de invitar a la reflexión a quienes, por incautos, amorales o indiferentes, creen que el dolor vivido en esta ciudad y en este país se reduce a guiones frívolos de serie televisada. La realidad fue dura. Los mensajes de recuerdo no resarcen el daño causado, pero despiertan a una sociedad que no puede admitir que ese camino se repita