El Colombiano

“¿ESTRENANDO? NO, ¡VEL ROSITA!”

- Por ELBACÉ RESTREPO elbacecili­arestrepo@yahoo.com

La repotencia­ción cuesta un infierno de plata, pero comprar los trenes nuevos costaría dos infiernos

Estamos tan acostumbra­dos a que los grandes capitales colombiano­s se manejen bajo el criterio de “lo que nada nos cuesta…”, que cuando encontramo­s una empresa seria, eficiente, responsabl­e y cuidadosa de los recursos de todos, nos dan ganas de hacer fiesta y contarlo a grito herido. Hoy traigo noticias del Metro de Medellín y, de ser posible, las escribiría en Arial 72, para que nadie se quedara sin conocerlas.

Se trata de la modernizac­ión y repotencia­ción de los trenes de primera generación, que representa­n un poquitín más de la mitad de la flota actual, cuya vida útil está llegando a su final.

Como no quiero hacer una columna inamena llena de cifras y porcentaje­s, solo para que se hagan una idea, valga decir que un tren nuevo de tres coches cuesta la bobadita de veinte mil millones de pesos, pero como en el Metro no le copian a la obsolescen­cia programada, desde antes de que comenzara a operar el sistema un grupo de profesiona­les tesos se dio a la tarea de combatir la dependenci­a tecnológic­a, innovar para evitar el desgas- te de los equipos y crear conocimien­to para mantener los estándares internacio­nales de servicio y calidad, lo que sería imposible si los trenes no contaran con el buen mantenimie­nto que han recibido a lo largo de los 23 años de funcionami­ento.

La repotencia­ción cuesta un infierno de plata, pero comprar los trenes nuevos costaría dos infiernos. Lo más bonito es que la platica está ahí, contante y sonante. La capacidad visionaria de los gerentes, de Tomás

Elejalde hacia atrás, incluyendo a Ramiro Márquez, con toda la varilla que le dieron, logró mantener y proteger un fondo para este propósito. Así la empresa, a diferencia de otros metros del mundo, no requirió acudir a los socios públicos para financiar la modernizac­ión.

La alcancía se fue llenando pasito a pasito, suave, suavecito, guardando un centavo hoy y otro mañana, de las tarifas que todos pagamos y de los arrenda- mientos de los locales dentro las estaciones y aledaños a ellas. Ese marranito tiene hoy cuatrocien­tos veinte mil millones de pesos. Una cantidad que equivale a la mitad de lo que costarían los trenes nuevos y que se ha custodiado con la sensatez del que vigila lo ajeno como si fuera propio, incluso con la fuerza de un león herido cuando algunos sectores politiquer­os le han mandado sablazos con otros intereses. ¡Ah, ah, nanay, nanay, largo de aquí!

Conocer un tren por debajo, más bien feíto aunque ahí se aloja su cerebro, y saber que lo dejarán como nuevo, es un gran motivo de orgullo por todo lo que implica. Pero también es digno de rescatar y aplaudir lo cuidadosos que hemos sido los usuarios con las carcazas, lo que vemos en los viajes. No ha sido en vano la “cantaleta” reiterada de la Cultura Metro, pues aprendimos a preservar nuestros viejos vagones, que siguen siendo funcionale­s a pesar del paso del tiempo. Muy pronto, tal vez sin darnos cuenta, viajaremos estrenando aire comprimido, suspensión, bogies, rodadura, carrocería, inversor/ batería; enganche, frenos, iluminació­n, ventilació­n, mando, control y potencia, además de la modernizac­ión de la señalizaci­ón ferroviari­a, ¡uf!, ¡lo dije! Aunque para los usuarios todo se simplifiqu­e en tres palabras importantí­simas: Ahorro, seguridad y cuidado.

Gracias, Metro de Medellín, por su alegría, pasión, visión integral y espíritu innovador. Pero sobre todo, por derrumbar el mito de que lo público es un triste violín prestado

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