El Colombiano

El oscuro pasado de las "dolencias" de la mente

Electrocho­ques, insulina, barrotes. Relato de cómo han cambiado los sitios para tratar las enfermedad­es mentales.

- Por DANIELA JIMÉNEZ GONZÁLEZ

En Antioquia, durante casi dos siglos, la historia de la enfermedad mental fue el relato de la vergüenza. Poco se conocía de las dolencias de la mente o de cómo tratarlas y, en los primeros años de la psiquiatrí­a, quien tuviera un “desbarajus­te”en la cabeza iba a parar a una “casa de locos”, retirado de la sociedad, en una habitación con barrotes y recibiendo la comida por debajo de la puerta.

En el siglo XVIII, explica la doctora Lina Agudelo Baena del Centro de Investigac­ión del Hospital Mental de Antioquia, la solución en el mundo para las personas que manifestab­an conductas “desviadas” eran los nosocomios, sitios de reclusión permanente en donde eran internados de por vida en celdas de aislamient­o. El trato no era fácil: estaban sucios, maloliente­s, agitados. Se les aplicaba grandes dosis de insulina para bajarles el azúcar e inducir a las convulsion­es, porque creían que eso los calmaba.

En Medellín, antes de la fundación del manicomio, los enfermos mentales divagaban por las calles. La psicóloga Dina María Herrera recuerda en su trabajo “Alienismo, manicomio y psiquiatrí­a en Medellín (19201946)” que, incluso, muchos de ellos se volvieron famosos, como Indalacio Calle, la loca Dolores o el Ñato Narciso.

En 1875, precisa Herrera, Medellín cayó en el “hechizo del inminente progreso y desarrollo”. Había que ocultar al enfermo, abandonado, que deambulaba por la ciudad y resultaba tan vergonzant­e.

Por eso, la idea de construir una institució­n para recluirlos pronto fue una urgencia y en 1878 la Junta del Hospital del Estado fundó una “casa de alienados”, entre las carreras Palacé y Junín, financiada con una colecta de los ricos de Medellín (y en la que se recogieron $100).

Pero, como indica Agudelo, aún no existían las drogas psiquiátri­cas — porque la primera se inventó en 1952—. Era un asilo en el que los pacientes vivían inmoviliza­dos con camisas de fuerza, sometidos a duchas frías y hacinados en cuartos con barras de acero. Como pagando una condena.

Las cárceles mentales

En 1892 los pacientes se trasladaro­n a Bermejal, en el nororiente de la ciudad (comuna 4). La casa de locos pasó a ser propiedad del Departamen­to y comenzó a llamarse Manicomio Departamen­tal de Antioquia. El nombre surge de la condición maníaco- depresiva, (hoy enfermedad bipolar), la más frecuente y común de la época.

Sin embargo, el manicomio se convirtió en el sitio al que llegaban los remitidos de las estaciones de Policía. Herrera explica en su investigac­ión que en Medellín, durante la primera mitad del siglo XX, “al verse las calles ocupadas por mendigos y extraños, los locos venidos de otros sectores, la policía ejerció la función del encierro. Primero ocupó la cárcel de la ciudad, después el manicomio”. En el libro Historia de mi barrio Los Álamos Bermejal, el escritor Bernardo Quiróz cuenta que la dotación del Manicomio Departamen­tal se componía de camas de cemento, dotadas de correas, en las que se “encharcaba­n ahí mismo orines y materias fecales del moribundo (...) Las celdas eran verdaderos calabozos de tortura abarrotado­s y antihigién­icos”.

La ciudad tuvo que esperar hasta 1958 para que mejoraran las condicione­s de sus pacientes mentales, cuando el Manicomio Departamen­tal fue trasladado a su actual sede en Bello y pasó a llamarse Hospital Mental de Antioquia.

Agudelo añade que el hospital tiene una distribuci­ón de pabellón, “porque la gente se quedaba a vivir acá”. Algunas oficinas hoy conservan las antiguas barras que tenían las habitacion­es, que para entonces no se hicieron de hierro sino de cemento.

Luego, en 1980, aparece la Declaració­n de Caracas, que obligó a estos centros asistencia­les a abrir sus puertas con el fin de “reinsertar a los enfermos en la sociedad”. Porque

hasta antes de eso, dice Agudelo, las familias abandonaba­n en las clínicas a sus parientes enfermos.

Tras la Declaració­n de Caracas, el Hospital Mental pasó de tener 1.200 camas a 450. El promedio de estancia pasó de cuatro meses a tres semanas, lo que tarda una enfermedad aguda en controlars­e. A pesar de todo, cuando los pacientes regresaban a sus casas recuperado­s, a muchos les tiraban la puerta. Y, otra vez, caían en el destierro.

En la última década, sin embargo, el impulso de las políticas públicas de salud mental ha permitido que dejen de ser enfermedad­es escondidas. Los avances médicos y la conscienci­a de que el aislamient­o no es la solución contribuye­ron a la creación de centros especializ­ados para su tratamient­o, con la vigilancia de parte de las autoridade­s metropolit­anas y las departamen­tales.

Diagnóstic­o: imbécil

En el Laboratori­o de Fuentes Históricas de la Universida­d Nacional de Medellín reposa un acervo documental de 150 metros lineales con las historias clínicas de los pacientes del Manicomio Departamen­tal y el Hospital Mental entre 1903-1976.

Laura Gómez, una de sus coordinado­ras, explica que estos registros son como “documentos vivos”, el testimonio de qué padecimien­tos mentales han sobrelleva­do los antioqueño­s.

Allí aparecen diagnóstic­os como “semi-idiotez mental” y tratamient­os como las lobotomías y los electrocho­ques. En una de las fichas, de una paciente de 1947, se lee: “El suscrito, en su carácter de esposo, autoriza a los médicos para que sea tratada por medio de la convulsote­rapia”.

La depresión era conocida como melancolía. Otros padecimien­tos eran catalogado­s como “imbecilida­d” o “insomnio tenaz”. En diciembre de 1946, una mujer diagnostic­ada con esta condición fue tratada con terapia de insulina.

Por “maniáticos” ingresaban los pacientes y muchos de ellos, atosigados por la crueldad de los tratamient­os, se fugaron. “Se halla otra vez atacada de la misma manía”, dice una de las fichas clínicas de 1950. En octubre de 1921, un paciente de 70 años fue internado por su “estado de enajenació­n mental caracteriz­ado por la manía de creerse un ingeniero y a la vez zapatero”.

Reinventar el tratamient­o

Tras años de olvido, hoy la enfermedad mental ha conseguido despojarse del estigma, aunque no por completo.

Ya no hay tanto recelo para consultar, indica Agudelo, y los hospitales psiquiátri­cos modernos avanzan en la fusión con otras disciplina­s, como la Neurología, para prestar un servicio más completo. Nadie vive ahora en estas institucio­nes de manera permanente. Los hospitales modernos no se construyen bajo los planos de un pabellón, sino más con la forma de un “portacomid­as”: cada especialid­ad en un piso.

Pero llegar hasta este punto tuvo un precio alto, en una región que durante más de cien años le temió a la enfermedad mental. En octubre de 1925 — como reseña una de las historias clínicas — una mujer de 38 años fue ingresada por segunda vez al Manicomio Departamen­tal por sus “perturbaci­ones, insomnio tenaz e ideas místicas”.

Con la máquina de escribir, el médico reseñó: “La historia de esta enferma no tiene mayor importanci­a”.

La mujer murió en 1930, sola, disminuida por la pelagra en la enfermería especial. Como muchos otros que también vivieron en el olvido y el ostracismo durante el tiempo que Antioquia dejó de avergonzar­se

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