EDITORIAL
Que supuestos miembros del Cartel de Sinaloa amenacen a indígenas del Macizo Colombiano, mediante sus mercenarios, exige del Estado respuestas militares y de gobierno contundentes.
“Que supuestos miembros del Cartel de Sinaloa amenacen a indígenas del Macizo Colombiano, mediante sus mercenarios, exige del Estado respuestas militares y de gobierno contundentes”.
Sumada a la amenaza histórica que ha pendido sobre las comunidades indígenas del departamento del Cauca, por parte de los actores del conflicto armado colombiano, ahora emerge un nuevo factor de agresión contra sus organizaciones y líderes: el de las estructuras transnacionales del crimen organizado.
El asesinato el sábado pasado de los guardias Kevin Mestizo Coicué y Eugenio Tenorio, por parte de un comando de mercenarios, supuestamente al servicio del Cartel de Sinaloa, tiene innegables implicaciones de seguridad para los aborígenes, pero también abre preguntas sobre el nivel de penetración, en el territorio nacional, de mafias extranjeras, en particular de México.
Bastantes sobresaltos y tensiones afronta esta región del Suroccidente colombiano, entre ellas los recientes paros y las extensas deliberaciones de la Minga Indígena con el Gobierno Nacional, en las cuales se exigió la presencia del presidente Iván Duque, como para que ahora surjan sentencias de muerte de carteles mafiosos foráneos.
El Cauca es un polvorín, por estas situaciones recientes y por otras tantas disputas y fenómenos de ilegalidad de
larga trayectoria, que ahora se han recrudecido: los cultivos hidropónicos de marihuana, que parecen un mar de cocuyos en las noches y las lomas de Toribío, Caloto, Caldono y Jambaló, en donde hay presencia de narcotraficantes de Cali, Bogotá y Medellín.
Allí perviven corredores estratégicos de droga e ilegalidad que aprovechan, además, las disidencias de las Farc y el Eln, entreverados hoy con bandas que también proveen drogas al microtráfico en las grandes capitales del país.
En ese contexto, en una lucha de más de dos siglos por las tierras de sus resguardos, y exigiendo incluso la ampliación de sus territorios y la inversión del Estado, las etnias aborígenes del Cauca soportan el fuego cruzado que deja siete de sus miembros asesinados entre el 1 julio y el 10 de agosto. Su Comité Regional (Cric) advierte que “no hay semana en la que no se dé un ataque contra un hermano”. Son, en dos meses, 57 afectaciones de derechos humanos, 30 amenazas, un ataque al territorio, tres intimidaciones colectivas y 15 atentados contra sus vidas.
La situación se puede agravar aún más si las comunidades y sus organizaciones, forzadas por las presiones y los asesinatos, adoptan medidas de hecho o resisten ante sus agresores con expresiones de fuerza imprevisibles en sus modalidades y consecuencias.
El presidente Duque ya anunció y exigió el acompañamiento y protección de la institucionalidad a los indígenas, con el objetivo adicional de capturar a quienes están amenazando y matando a los indígenas. Los ministerios de Defensa e Interior tienen enorme responsabilidad en cumplir esta directiva, para frenar la violencia en el Cauca y, sobre todo, salvaguardar la vida, bienes y honra de los civiles.
La comunidad internacional, muy en especial la ONU, ya sentó su voz de rechazo y alerta ante la gravedad de las agresiones. Los indígenas, que adelantan reuniones de análisis, manifiestan que harán uso de herramientas pacíficas (su palabra y movilización) para sortear la situación, pero la sentencia de ataques, incluso colectivos, no da espera.
No se pueden permitir lesiones a la integridad del territorio ni de los ciudadanos, mucho menos mediante conciertos delincuenciales alentados por grupos mafiosos desde fuera de Colombia