El Colombiano

EL SANTUARIO DE RICARDO ESQUIVIA

- Por JUAN JOSÉ HOYOS redaccion@elcolombia­no.com.co

De niño, vivió con su familia en las llanuras de Bolívar y en las estribacio­nes de la Sierra Nevada de Santa Marta. Su padre era un campesino sin tierra, de origen afro. Su madre era otra campesina sin tierra, del río Sinú. Sus vidas dieron un vuelco cuando descubrier­on que su padre tenía lepra. Por eso fue capturado y llevado al sanatorio de Agua de Dios, en Cundinamar­ca.

Su mamá decidió seguirlo, con sus hijos, pero los médicos les dijeron que los niños sanos no podían convivir con sus padres enfermos. Así fue como

Ricardo Esquivia, con apenas diez años y todavía descalzo, fue internado en un colegio de la comunidad menonita, en Cachipay, para estudiar la primaria: “De pronto me encontré rechazado por ser hijo de un padre leproso, por ser negro, por ser pobre, y por estudiar en un colegio protestant­e” dice.

Ricardo es un abogado de 73 años que ha dedicado su vida a luchar por la paz. Leí su historia en el Diario de Paz, que dirige la periodista colombiana Claudia

Bungard. Ella lo entrevistó en su granja experiment­al de Sincelejo, donde vive hace 15 años trabajando sin descanso con los campesinos de los Montes de María para reconstrui­r sus vidas, destrozada­s por la guerra.

Apenas terminó la primaria, Ricardo logró continuar el bachillera­to en el Colegio Americano de Bogotá gracias a una beca. Luego, con un crédito del Icetex y haciendo rifas y vendiendo libros para sostener sus gastos, en 1967 comenzó a estudiar Derecho en la Universida­d Externado de Colombia.

Cuando se graduó de abogado, fue nombrado juez en Medina, Cundinamar­ca. “Eso era pura muerte y levantamie­nto de cadáveres” dice. Lo acusaron de ser simpatizan­te de las guerrillas y lo amenazaron. Por eso tuvo que abandonar la región.

En la década de 1980, decidió volver a su tierra y se fue a vivir con su familia en San Jacinto, Bolívar. En 1988 se vio obligado a abandonar el pueblo porque las paredes de su casa amaneciero­n pintadas con grafitis en que le advertían que lo iban a matar.

En 1993, tuvo que irse del país. Durante su exilio se dedicó a trabajar en mediación y resolución de conflictos con su amigo, el profesor John

Paul Lederach, un especialis­ta en temas de paz.

En los tiempos más críticos del conflicto, Ricardo volvió a Colombia y comenzó una nueva etapa de su vida en los quince municipios de Bolívar y Sucre que componen los Montes de María.

“Esta zona fue duramente golpeada por la guerra –dice–. Ocho grupos armados, legales e ilegales, de derecha y de izquierda, se disputaban el territorio y obligaban a los habitantes a obedecerle­s”. A pesar de las masacres, desplazami­entos y asesinatos selectivos, Ricardo siguió luchando por reconstrui­r el tejido social y darle fuerza a los proyectos de vida de los campesinos.

En 2003 se trasladó a Sincelejo. Hoy, Ricardo vive allí, en una granja experiment­al llamada Villa Bárbara, donde dirige la asociación Sembrando Paz. En la granja, la gente aprende a sembrar y a cuidar el medio ambiente y funcionan los “espacios creativos de paz” donde pueden hablar los diferentes, pero, del mismo modo, pueden reencontra­rse los iguales que están en desencuent­ro. También conviven monos aulladores, armadillos, osos perezosos, ardillas, gatos de monte, tucanes, loros, pájaros y serpientes. Él la llama “Santuario de paz”.

“Cada día llegan a la finca decenas de campesinos que, en burro o en moto, entran para sacar agua de un pozo comunitari­o: la única fuente de agua para el uso y el consumo que tienen los habitantes de la vereda” cuenta Claudia Bungard.

“Soy un optimista por naturaleza. Mi ideología es la esperanza”. Con estas palabras, Ricardo recibe a los campesinos que van a su granja cada día

En la granja, la gente aprende a sembrar y a cuidar el medio ambiente y funcionan los “espacios creativos de paz” donde pueden hablar los diferentes, pero, del mismo modo, reencontra­rse los iguales.

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