El Colombiano

“(...) ORAR SIEMPRE SIN DESANIMARS­E”

- Por HERMANN RODRÍGUEZ O., S.J. hermann.rodriguez@javeriana.edu.co

Es obvio que quien cultiva la tierra no se para impaciente frente a la semilla sembrada, jalándola con el riesgo de echarla a perder, gritándole con todas sus fuerzas: ¡Crece, maldita seas! Hay algo muy curioso que sucede con el bambú japonés y que lo transforma en no apto para impaciente­s: Siembras la semilla, la abonas, y te ocupas de regarla constantem­ente. Durante los primeros meses no sucede nada apreciable. En realidad, no pasa nada con la semilla durante los primeros siete años, a tal punto que, un cultivador inexperto estaría convencido de haber comprado semillas infértiles. Sin embargo, durante el séptimo año, en un período de sólo seis semanas la planta crece ¡más de 30 metros! ¿Tardó sólo seis semanas en crecer? No, la verdad es que se tomó siete años y seis semanas en desarrolla­rse. Durante los primeros siete años de aparente inactivida­d, este bambú estaba generando un complejo sistema de raíces que le permitiría­n sostener el crecimient­o que iba a tener después de siete años. Sin embargo, en la vida cotidiana, muchas veces queremos encontrar soluciones rápidas y triunfos apresurado­s, sin entender que el éxito es simplement­e resultado del crecimient­o interno y que requiere tiempo. Quizás por la misma impacienci­a, muchos que aspiran a resultados en corto plazo, abandonan súbitament­e justo cuando ya estaban a punto de conquistar la meta. Es tarea difícil convencer al impaciente que solo llegan al éxito quienes luchan en forma perseveran­te y coherente y saben esperar el momento adecuado.

Quienes no se dan por vencidos, van gradual e impercepti­blemente creando los hábitos y el temple que les permitirá sostener el éxito cuando este al fin se materialic­e. El triunfo no es más que un proceso que lleva tiempo y dedicación.

La parábola de la viuda y el juez, que nos trae hoy la liturgia de la Palabra es un bello ejemplo de esto, aplicado a la vida de oración del cristiano: “Había en un pueblo un juez que ni temía a Dios ni respetaba a los hombres. En el pueblo había también una viuda que tenía un pleito y que fue al juez a pedirle justicia contra su adversario. Durante mucho tiempo el juez no quiso atenderla, pero después pensó: “Aunque ni temo a Dios ni respeto a los hombres, sin embargo, como esta viuda no deja de molestarme, la voy a defender, para que no siga viniendo y acabe con mi paciencia”. Y el Señor añadió: “Esto es lo que dijo el juez malo. Pues bien, ¿acaso Dios no defenderá a sus escogidos, que claman a Él día y noche? ¿Los hará esperar? Les digo que los defenderá sin demora. Pero cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará todavía fe en la tierra?” La propuesta del Señor es que tratemos de recuperar la perseveran­cia, la espera, la aceptación. Estamos llamados a gobernar aquella toxina llamada impacienci­a; la misma que nos envenena el alma con sus prisas y afanes de cada día. Sino conseguimo­s lo que anhelamos, no deberíamos desesperar­nos... quizá sólo estemos echando raíces...

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