LA DESGRACIA Y LA ESPERANZA
Todo sucedió de repente a comienzos de diciembre del año pasado en Whan, China, donde apareció un virus producido por la posible ingesta de carnes de animales exóticos –como los murciélagos–; casi nadie tomó la noticia en serio, se creyó que era una broma más esparcida por los medios de comunicación, ansiosos por atraer clientes y cautivarlos. Pronto vinieron los días de horror y amargura; el pesimismo, el miedo y la desperanza se globalizaron. Avenidas, aeropuertos, muelles marítimos, almacenes, supermercados, museos, estadios, teatros, universidades, escuelas, etc., quedaron vacíos porque se acabaron los espectáculos y las aglomeraciones de seres humanos; todos, o casi todos, se encerraron en sus hogares para evitar el contagio, como si se tratara de las peores épocas de la historia de la humanidad en las cuales las pestes derrotaron la vida y sembraron el dolor por doquier. ¡Llegó el colapso!
Entonces la humanidad empezó a darse cuenta de que la fantasmágorica leyenda era una desgarrada realidad. Las autoridades y los oráculos siguieron arrojando sus prédicas; mientras algunos trataron de no generar pánico, otros –para quienes lo importante eran las ganacias– sembraron más caos porque la oportunidad se tornaba magnífica para acaparar mercancías y enriquecerse. ¡Qué vileza! ¡El ánimo de lucro pudo más que la solidaridad y el afecto! ¡El amor a los billetes y las tarjetas de crédito derrotó la fraternidad humana! Luego se conocieron los estragos de la moderna plaga y ciudades enteras quedaron infestadas de cadáveres; la asistencia sanitaria fue incapaz de atender a los enfermos y, sobre todo, muchos ancianatos vieron morir a sus ocupantes. Los cielos se oscurecieron de bandadas de pájaros negros que chillaban y estremecían con sus gritos salvajes; fue cuando recordamos las palabras de Saint John Perse en “Anabasis”: “Viene, de este lado del mundo, un gran mal violeta sobre las aguas. El viento se levanta. Viento marino. Y la colada vuela! como un sacerdote despedazado...”.
La tragedia nos cogió desnudos; nunca nos preparamos para escenarios tan dantescos porque eramos prepotentes y grandes triunfadores, los derrotados y los pobres eran otros, los que nunca habían tenido nada. Aprendimos que era necesario llorar, arrodillarse, suplicar, arrepentirse y hasta orar. Entendimos que eramos muy endebles y atrevidos, como buenos seres finitos; que en medio de fementidas grandezas, nos habíamos convertido en amasijos de carne y huesos porque hipotecamos el alma a los becerros de oro. Rápido, sin embargo, empezamos a comprender que teníamos que crecer en el afecto y en la ayuda, que el cuidado no era solo individual sino colectivo; supimos que vivíamos en una aldea planetaria y las autopistas informáticas solo eran eso….Meras vías desiertas donde lo real se vuelve virtual y empezamos a alucinar.
Después se anunciaron los hallazgos de curas para el mal que –como simpre– comercializaron y manipularon a su antojo las trasnacionales y empezaron a bajar las cifras de contaminados. Las aves que oscurecían el firmamento se fueron alejando y, de nuevo, amaneció y el sol alumbró más potente que nunca. Los pájaros cantores continuaron sus tareas; los árboles reverdecieron y las flores fueron más bellas, amorosas y exóticas. Los que sobrevieron empezaron a sonreir, la vida volvió a aflorar y las calles se llenaron de sus antiguas procesiones. Las danzarinas nos engalanaron con sus mejores bailes y renació la esperanza.
Y, por fin, al leer el primero de los centenarios sonetos de Shakespeare, nos dimos cuenta de uno de nuestros pecados capitales: “tu, que eres ahora el fresco adorno del mundo /y el unico heraldo de la alegre primavera, /en tu propio capullo sepultas tu contento, /y, tierno tacano, haces despilfarro en la avaricia”; notamos que era necesario amar mucho la vida, dejando a un lado la vanidad, la arrogancia y la soberbia. Empezaron nuestras resurrecciones y la ilusión, con el hermoso vestuario de la humildad, nos invitó a construir nuevos cielos azulados tras la humillación y la derrota ■
La tragedia nos cogió desnudos; nunca nos preparamos para escenarios tan dantescos porque éramos prepotentes y grandes triunfadores, los derrotados y los pobres eran otros.