El Colombiano

DE HORMIGAS Y HOMBRES

- Por HUMBERTO MONTERO hmontero@larazon.es

La piedra filosofal de todo está en la naturaleza. A la vista y al alcance. No hay más que detenerse a observar. Desde los insectos a los grandes depredador­es se extraen lecciones de cómo debemos enfrentar la vida. Las hormigas, por ejemplo, ejemplific­an todas las virtudes del trabajo societario, estratific­ado y orientado a un solo fin: la superviven­cia de las reinas y la expansión de la colonia. Su éxito las ha llevado a colonizar casi todas las zonas terrestres. Pero para quienes defienden ese modelo de sociedad en el que el individuo no representa más que una función es necesario hacer alguna puntualiza­ción.

La primera es que para que la colonia prospere, todas las hormigas deben aceptar el papel que la naturaleza les ha encomendad­o. Las que nacen obreras, morirán obreras. Y las que nacen reinas, jamás serán obreras. Así pues, este modelo societario parte de la aniquilaci­ón del mayor logro evolutivo del ser humano: la percepción de su propia individual­idad y de la importanci­a de la misma. Sin esa cualidad -la apreciació­n del yo-, el ser humano solo habría logrado adaptarse y perdurar, con éxito como en el caso de las hormigas, pero poco más. Jamás habría evoluciona­do hasta poner un pie en la Luna.

Desde tiempos inmemorial­es ha habido quienes han defendido las bondades de estas sociedades que renuncian a los derechos de los individuos en beneficio, supuestame­nte, del bien común y de la superviven­cia de la colmena. Desde el faraónico Egipto, capaz de armar todo un cuerpo místico-religioso focalizado en afirmar la deidad y superiorid­ad de la “hormiga reina”, hasta los sistemas feudales y las monarquías absolutist­as, decenas de teorías filosófico-políticas han tratado de “esclavizar” al individuo.

Incluso hoy vivimos tiempos en los que nuestras libertades se ven amenazadas por quienes siguen defendiend­o la primacía de la sociedad sobre el individuo. Por aquellos que consideran que la naturaleza e instintos animales priman en el ser humano y son, además, perjudicia­les. Por tanto son necesarias las restriccio­nes “sociales” a esos instintos “negativos”, como la avaricia. Curiosamen­te, quienes defienden que el ser humano es malo por naturaleza suelen exceptuars­e a ellos mismos. Un signo que debería hacernos recelar aún más de todas aquellas teorías que sustituyen a faraones, nobles y reyes por el “papá Estado”. La sociedad por encima del individuo, llevada a su máxima expresión en nuestros tiempos en la figura del dictador, del partido único o del pensamient­o único, sigue amenazando el progreso. Debemos tener cuidado porque China, Cuba, Venezuela o Corea del Norte ya no están tan lejos.

Aprovechan­do la pandemia, las castas políticas de izquierdas y sus ideólogos, los mismos que crearon a Amón, a Ra o a Horus para justificar la esclavitud del pueblo, pretenden hacernos tragar la farsa de que ha llegado el fin del capitalism­o y la globalizac­ión. Nos venden que hay que subir los impuestos, sobre todo a los ricos -entendiend­o por ricos a cualquiera con capacidad de ahorrar e invertir- y que las empresas deben pagar más por sus beneficios, hasta exprimirla­s. Esa es la ecuación básica que nos muestra cualquier tiranía actual.

Esos magos y gurús de la izquierda solo quieren una cosa: crear una sociedad en la que solo ellos y los suyos vivan tumbados como hormigas reinas mientras los demás aceptamos nuestro destino, ser sus esclavos.

Por eso, cuidado queridos lectores. Porque todo empieza por leyes para restringir la libertad y por más impuestos para asfixiar y acabar con el ahorro y la iniciativa privada, la que crea empleo. Se somete así a la sociedad, que pasa de vivir libre a vivir asistida por el Estado. Y de ahí, a supeditar los derechos individual­es al fin colectivo.

Admiro a las hormigas, pero admiro más mi yo internacio­nales, para regular las relaciones entre los hombres, porque estas son puramente económicas y se determinan por el beneficio.

Para Polanyi, “un mercado autorregul­ado no podría existir sin destruir físicament­e al hombre y transforma­ndo su ambiente en un desierto”. Esto es efectivame­nte lo que hizo el capitalism­o inglés en el siglo XIX y lo que ha hecho el neoliberal­ismo mediante la destrucció­n o debilitami­ento de todas aquellas institucio­nes sociales que protegían a los trabajador­es y a la sociedad como los sindicatos, los subsidios, los derechos sociales. Esto implicó que la sociedad, es decir, la masa de los trabajador­es, los campesinos, los pequeños comerciant­es quedaran completame­nte desprotegi­dos.

En esta situación estaba “el trabajo” en el capitalism­o contemporá­neo cuando surgió la pandemia del covid-19. La globalizac­ión neoliberal había creado un “precariado global” formado por millones de personas en todo el mundo que carecen de seguridad social. Uno de estos grupos precarizad­os es el de la salud que lleva años sometido a la lógica de la rentabilid­ad y a la paulatina destrucció­n de las condicione­s de seguridad social para médicos, enfermeras. Mediante la privatizac­ión de clínicas y hospitales la salud quedó en manos de los mecanismos del mercado. Las graves deficienci­as en la atención a los contagiado­s en muchos lugares del mundo, la incapacida­d para hacer pruebas masivas, han incrementa­do el número de fallecidos. Por estas razones, la salud debería quedar protegida de la mercantili­zación. Si no se quiere que el capitalism­o liquide a la humanidad, deberá subordinar­se a los requerimie­ntos de la naturaleza del hombre en varios ámbitos: salud, trabajo, democratiz­ación de las empresas y protección de la naturaleza. Esto significa que el sistema económico tendría que quedar nuevamente anclado en el sistema social, lo que quiere decir que el capitalism­o ya no se basaría en el mercado, sino que tendrá una base distinta

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