MI VERDADERA INTIMIDAD
Hablar del Espíritu Santo es hablar de la intimidad, del yo, del más íntimo yo. Es hablar de la intimidad de todo, de la piedra, del árbol, del pájaro, del hombre, de Dios.
Un amigo es maravilloso. Con él comparto la intimidad, yo la mía con él, él la suya conmigo. Su intimidad, lo que me deja cuando se va. “Aquí quedó sonando el aire puro / cuando te fuiste, cadencioso dejo / hay en las lejanías del espejo / y suena como un arpa todo el muro”.
Prestar atención a mi intimidad es verme comprometido a ser el mejor amigo de mí mismo. Tarea que el hombre del siglo XXI tiene por emprender, pues cada vez aparece con más claridad que nadie tiene tiempo para sí mismo, simplemente por no proponérselo porque sucumbe al embeleso de los medios de comunicación.
Toda cosa tiene su intimidad, comenzando por la piedra, que tiene intimidad de piedra, algo que tenemos por descubrir, admirar y cultivar. La delicia que por amar la piedra, sintonice y comparta con ella su intimidad.
La intimidad pertenece a Dios ante todo, con nombre propio, Espíritu Santo. De modo que cuando yo cultivo mi intimidad, participo, aun sin darme cuenta, de la intimidad divina, es decir, del Espíritu Santo. Y mi sorpresa es enorme, la de darme cuenta de que mi intimidad es el Espíritu Santo aconteciendo en mí.
Hablar del Espíritu Santo como de la intimidad, es hablar de lo que no se puede tocar porque es inespacial e intemporal, y está, por tanto, más allá del alcance de los cinco sentidos, y se manifiesta en ellos en la medida en que yo hago las cosas con espíritu, es decir, con gusto, con entusiasmo. Cuando yo miro, escucho o hablo con espíritu estoy manifestando mi intimidad, que es el Espíritu Santo aconteciendo en mí.
La secuencia de Pentecostés dice: “Entra hasta el fondo del alma.” En realidad, el Espíritu no entra hasta el fondo del alma, él es la intimidad del alma. Y por eso, cuando yo entro en mi intimidad, me encuentro con él, mi verdadera intimidad.
Del cultivo que hago de mi intimidad depende el modo de presencia de la intimidad divina en mí, el Espíritu Santo. Cada gesto mío hecho con espíritu tiene el sello de la espiritualidad, el sello de la presencia del Espíritu Santo aconteciendo en mí.
El poeta místico cantaba delirante la llama de la intimidad, el Espíritu Santo: “¡Oh llama de amor viva / que tiernamente hieres / de mi alma en el más profundo centro!”
La intimidad pertenece a Dios ante todo, con nombre propio, Espíritu Santo. De modo que cuando yo cultivo mi intimidad, participo, aun sin darme cuenta, de la intimidad divina, es decir, del
Espíritu Santo.