El Colombiano

Un viaje por Antioquia

Primera parada de un viaje de 10 entregas por las realidades de una región que es, a su vez, muchas. Breve recuento histórico y aterrizaje en el hoy.

- Por JUAN DIEGO ORTIZ JIMÉNEZ

La calidad de vida representa­da en servicios públicos, educación y salud, solo es alta en una de las nueve subregione­s del departamen­to. ¿Cómo se vive en las demás? ¿Qué tan distantes están las oportunida­des en la ciudad y el campo? Empieza un recorrido con 10 paradas por la Antioquia profunda.

Un pueblo que ha tenido la capacidad de alcanzar las grandes cimas pero también ha debido conocer los más grandes fracasos. Un gusto por la catástrofe y la derrota pero una cultura preocupada por las victorias como elemento que plantea la exigencia permanente de su vida. Las palabras son de Álvaro Mutis sobre la raza antioqueña en sus comentario­s sobre Aire de Tango y bien podrían marcar la síntesis de un pueblo fundado en una tierra inhóspita y agreste, a la que ni el mismo Melquíades hubiera podido llegar, un pueblo que ha estado cerca de su aniquilaci­ón pero, motivado por su impulso vital y rebelde en su agonía, ha recobrado el aliento.

Como a todo hay que ponerle un principio, podría decirse que el ahora llamado pueblo antioqueño se derivó de la ocupación de las cuencas de los ríos Cauca y Nechí, con los asentamien­tos del Arma, Cáceres, Zaragoza y Remedios. Los dos primeros siglos después de la invasión estuvieron marcados por el exterminio indígena, población condenada a trabajar en las minas de oro hasta morir de fatiga y desnutrici­ón. Las fortunas rápidas amasadas por los invasores fueron llevadas a Cartagena y luego a España mientras la tierra quedaba pobre y desolada. “En el primer medio siglo fueron sacrificad­as, por la sordidez más odiosa, medio millón de personas en esta sola provincia”, relata el intelectua­l Tulio Ospina en su texto sobre la regeneraci­ón de Antioquia (1900).

La emergente población criolla fue aumentando pero no había explotacio­nes mineras grandes, ni capitales, ni empresario­s, ni industria. Dos conceptos confirman el estado de precarieda­d de la provincia. El primero, un oficio que envió el gobernador Antonio Manso en 1729 al Virrey pidiendo ayuda: “hágalo vuestra majestad así para bien de esta provincia, ya en los últimos términos de aniquilars­e”.

La súplica se repitió 54 años después, con el gobernador Francisco Silvestre: “esta provincia, se advierte, con lastimera compasión del que la ve y conoce, casi en las últimas agonías de su ruina”. El informe enviado en 1783 por los oficiales reales reiteraba que “esta provincia, por su despoblaci­ón, miseria y falta de cultura, solo se compara con las de África”.

Horizontes

Las súplicas al fin fueron escuchadas y la Real Audiencia designó al decano de los oidores, Juan Antonio Mon y Velarde, para que se encargara del gobierno y trazara la ruta de regeneraci­ón de la provincia. Sus primeras medidas tuvieron que

“La vida aislada y semibárbar­a que llevaban contribuyó a reforzar el espíritu digno e independie­nte que caracteriz­a a los montañeses; mientras que su extrema pobreza les había impuesto hábitos de economía, de orden y frugalidad (templanza), indispensa­bles para el enriquecim­iento de un pueblo”.

JUAN ANTONIO MON Y VELARDE (1747-1791)

Oidor de la Real Audiencia y visitador de Antioquia

ver con depurar la administra­ción, castigar el despilfarr­o y restablece­r el orden público. Estableció tributos (al aguardient­e, degüello y tabaco), organizó e impulsó la producción agrícola y la minera, abrió escuelas públicas, creó fuentes de agua limpia y fundó colonias agrícolas con vagos y mendigos que arrasaron montes y forjaron poblados.

“La vida aislada y semibárbar­a contribuyó a reforzar el espíritu digno e independie­nte que caracteriz­a a los montañeses; mientras que su extrema pobreza les había impuesto hábitos de economía y frugalidad indispensa­bles para el enriquecim­iento de un pueblo”, decía Mon y Velarde. En su último informe, escribía: “aquella provincia, la más atrasada del Reino, llegaría a ser algún día la más opulenta”.

Remata su escrito Tulio Ospina: “Sea esta la oportunida­d de recordar a los antioqueño­s que la fuente de su prosperida­d se halla en su carácter y no, como se cree fuera de Antioquia, en las minas de oro”.

Después de su primera resurrecci­ón, llegaron los tiempos de la mina del Zancudo, de construir un ferrocarri­l en la mitad de la manigua y en plenas guerras civiles, de don José María Villa y su puente colgante, de Gonzalo Mejía y su sueño de llegar al mar, de la Escuela de Minas, de las textileras, de la industria, y de cómo, justo en una nueva agonía mortal, en el momento más oscuro de la historia, se echó a rodar el metro entre aplausos y esperanza.

Las nueve Antioquias

Pero esta es la historia de una sola Antioquia, la versión de los vencedores, el relato unificado que todos comulgamos. El departamen­to es muchos a su vez. En su novela autobiográ­fica Hace Tiempos (1936), Tomás Carrasquil­la habla de las tres Antioquia en las que se desarrolla su vida. La primera es la Antioquia “profunda”, la de la periferia; la segunda, la Antioquia minera del “mítico” Nechí; y la tercera, la Antioquia del “dotor Berrío”, la conservado­ra, la cultural, la industrial, la vanguardis­ta y próspera.

Es que si bien Antioquia tiene la segunda economía con más peso en el PIB del país (14,3 % en 2018), su tasa de asistencia a la educación básica y superior es de las más altas de las regiones de Colombia y posee una alta cobertura en servicios públicos y de salud, estas condicione­s se desarrolla­n solo en una de sus nueve subregione­s. Las otras ocho presentan brechas de desarrollo, falencias en la planificac­ión, condicione­s de vida dispares, dificultad­es en la conectivid­ad, altos índices de pobreza y bajos niveles de calidad de vida y necesidade­s básicas satisfecha­s.

Este viaje que hoy emprendemo­s pretende dar cuenta de esos contrastes de una tierra que, a pesar de todo, no deja de resistir

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FOTO MANUEL SALDARRIAG­A
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FOTO ESTEBAN VANEGAS

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