¿AL FIN UNA VERDAD?
Con la manifestación de culpa de las Farc sobre el crimen de Álvaro Gómez queda retratado el poder criminal de la subversión y la incapacidad de la justicia colombiana para investigar y condenar a tiempo.
Ya hay manifestaciones precisas del asesinato de Álvaro Gómez, desempolvadas de las memorias de “Tirofijo”. Se abren páginas de documentos enviados por Manuel Marulanda a sus camaradas, Alfonso Cano y el Mono Jojoy, en los cuales se revelan las órdenes a las Farc para matar a Gómez y mantener por buen tiempo guardado el secreto, con el fin de “profundizar las contradicciones en el régimen político”. Lo que parecía en principio como una especulación más acerca del magnicidio que hace 25 años conmovió al país, se va aclarando para vergüenza nacional y de la justicia. Una justicia enredada, confundida y que no había podido dar con los autores intelectuales y materiales del crimen.
El país sospechaba hasta ayer que no había seriedad ni veracidad sobre las declaraciones de las Farc, al autoacusarse del asesinato de Álvaro Gómez. Suponíamos que los autores intelectuales de su asesinato había que buscarlos en el grupo de comprometidos en el supuesto como fracasado golpe militar a Ernesto Samper. Esa manifestación de culpa, 25 años después del magnicidio, aparecía no solo como extemporánea, sino que creíamos hacía parte de los montajes y desinformación, mañas que han sido por muchos años estratagemas guerrilleras para desviar las investigaciones y que se mueran en la impunidad. Ahora se corre el telón y aparece el elenco completo de los magnicidas. Rompen la simulación como su tradicional forma para burlarse de la justicia.
¿Qué pretendían las Farc al matar a Álvaro Gómez? ¿Suponían que esto podría generar desordenes urbanos y una guerra a muerte contra los carteles del narcotráfico decretada por el régimen Samper? ¿Buscaban cobrarle sus viejos ataques a las llamadas en su momento “repúblicas independientes” fundadas por los viejos guerrilleros? ¿Era el intelectual y pensador político un objetivo militar, cuando ya había cruzado por el secuestro del M-19 y había abandonado sus tesis fundamentalistas heredadas de su padre?
¿Qué seguirá ahora? ¿Pasará la investigación de la Fiscalía a la JEP, sitio en el que puede morir el proceso con una sentencia que no conduzca a la cárcel a ningún actor vivo de la tragedia? Sería “muy grave –dice el exfiscal Martínez Neira– que se le quite la competencia a la Fiscalía”. Y adivinando el solapado juego, el presidente Iván Duque reafirma que “la justicia cumpla su tarea, pero que también no vaya a permitir que por una vía se trate de obstruir la verdadera responsabilidad que hay detrás de ese asesinato. Porque adjudicarse esos crímenes, cuando ya hay garantías de que nadie va a pagar cárcel, no deja de generar dudas”. Más claro no canta un gallo.
Se evidencia, sí, que con la manifestación de culpa de las Farc sobre el crimen de Álvaro Gómez y el cuaderno de bitácora de Tirofijo queda retratado de cuerpo entero no solo el poder criminal de la subversión, sino la incapacidad de la justicia colombiana para investigar y condenar a tiempo. Es la muestra palpable del matrimonio colombiano entre la impunidad y la rabulería