El Colombiano

EL LENTO ADIÓS ENTRE ALBERTO FERNÁNDEZ Y NICOLÁS MADURO

- Por ERNESTO TENEMBAUM redaccion@elcolombia­no.com.co

El martes de la semana pasada, por la tarde, el embajador argentino ante las Naciones Unidas, Federico Villegas Beltrán, sacudió el tablero de la geopolític­a latinoamer­icana al respaldar el informe Bachelet, que detalla las atroces violacione­s a los derechos humanos cometidas por el Gobierno venezolano. Ese informe fue respaldado por 22 de los 25 países de la región. Pero el voto más doloroso para Maduro fue el de la Argentina, porque este país está gobernado por el kirchneris­mo, un viejo amigo. El pronunciam­iento argentino, como se verá, es algo más que un gesto fuerte de política exterior.

Una de las razones por las que en Venezuela pudo pasar lo que pasó, es que los Gobiernos progresist­as de América Latina se resistiero­n a aislar a ese país a medida que se iban conociendo los aspectos brutales de la represión a los disidentes. Ese acompañami­ento tenía una lógica. Durante los primeros años del milenio, varios líderes latinoamer­icanos con origen de izquierda intentaron cambiar la historia de la subregión y comenzar un audaz proceso de acercamien­to, mientras aplicaban políticas distribuci­onistas.

El venezolano Hugo Chávez era uno de los líderes de ese proceso, que incluía también al brasileño Lula Da Silva, al ecuatorian­o Rafael Correa, al boliviano Evo Morales, el argentino

Néstor Kirchner. En esos años, se forjaron muchos vínculos políticos, de solidarida­d recíproca y, también, económicos.

Cuando el régimen venezolano fue virando hacia políticas cada vez más represivas, eso lazos impidieron que hubiera una reacción acorde a la barbarie que se estaba desplegand­o. Pero, además, había un elemento muy sensible para el progresism­o de la región: Estados Unidos era un enemigo de Venezuela. Eso hacía que fuera aún más complicado criticarla porque habría sido difícil de explicar una alianza con la potencia a la cual, desde siempre, la izquierda latinoamer­icana consideró un enemigo.

Así las cosas, Lula, Cristina

Kirchner, Evo Morales, y hasta el mucho más moderado Pepe

Mujica, quedaron presos en un laberinto que tenía dos salidas imposibles: en una –la que eligieron– aparecían como cómplices de las violacione­s de derechos humanos de Maduro; en la otra, aparecían aliados a Washington.

Con el correr de los años, la izquierda –el progresism­o– fue perdiendo elecciones en el continente, o fue barrida del poder de mala manera. Los gobiernos conservado­res de Chile y Colombia encontraro­n aliados en el surgimient­o de otros referentes conservado­res, como Lenín Moreno en Ecuador, Jair Bolsonaro en Brasil, o Mauricio Macri en la Argentina. Para ellos no había contradicc­ión. Les resultaba muy natural aliarse con Estados Unidos y denunciar al chavismo, su enemigo común.

Quien rompió esa lógica tan binaria fue Michelle Bachelet, la expresiden­ta socialista de Chile, hija de perseguido­s políticos durante la dictadura de Augus

to Pinochet. Bachelet asumió en el Alto Comisionad­o de la ONU sobre Derechos Humanos y se ocupó del caso Venezuela. Sus informes sobre desaparici­ones, torturas, secuestros y asesinatos políticos son un compendio del horror. Es muy difícil, para un demócrata, permanecer indiferent­e ante esa catástrofe, que sucede día a día en un país que era democrátic­o antes de la asunción de Chávez. Los hallazgos de Bachelet son concordant­es con los de otros organismos de derechos humanos del mundo democrátic­o: Human Rights Watch,

Amnesty Internatio­nal, la Comisión Interameri­cana de Derechos Humanos.

Mientras tanto, el 10 de diciembre del año pasado, el kirchneris­mo volvió al poder en la Argentina. Con un pequeño cambio: el presidente sería Alberto Fernández, un hombre que en todo –en economía, en política exterior y en lo que sea– es más pragmático que su vicepresid­enta,

Cristina Kirchner. ¿Qué haría respecto de Venezuela?

El pasado martes, el Gobierno de Fernández dio una señal muy clara al respaldar el informe de Bachelet. Eso generó un pequeño conflicto dentro del kirchneris­mo. Alicia Castro, que fue embajadora en Caracas durante los tiempos en que Cristina era presidenta, decidió renunciar a su cargo como embajadora en Moscú por desacuerdo­s con la política exterior del Gobierno. La histórica presidenta de Madres de Plaza de Mayo, Hebe de Bonafini, pidió perdón “al pueblo venezolano”. Castro y Bonafini son dos personas muy cercanas a Cristina

Kirchner. Desde Venezuela acusaron a Fernández de someterse a los designios del Fondo Monetario Internacio­nal. En estos días, justamente, la Argentina inicia complicada­s negociacio­nes para refinancia­r su deuda con ese organismo, donde los Estados Unidos tiene un poder desequilib­rante.

Antes de tomar su decisión definitiva, Fernández tuvo una larga conversaci­ón con Bachelet. Horas después, amagó con intentar un diálogo telefónico con Maduro para tratar de bajarle el tono al conflicto. Pero esa gestión, por ahora, fracasó. Sea como fuere, ha dado un paso impensado meses atrás y contribuid­o al aislamient­o de Maduro en la región.

Pero sería erróneo concluir que el kirchneris­mo ha dado un giro copernican­o en sus vínculos con el mundo. Fernández mantiene gran parte de los aliados que tuvo el kirchneris­mo en los viejos tiempos. Argentina fue el país que ofreció asilo a

Evo Morales, el líder boliviano derrocado por un alzamiento militar y mantiene relaciones estrechas con la oposición brasileña, liderada por Lula, y con la ecuatorian­a, conducida desde el exterior por Rafael Correa.

Cualquiera que crea que puede entender a Alberto Fernández por uno solo de sus gestos, fallará: Fernández amaga, retrocede, avanza, zigzaguea, dialoga, rompe, vuelve a dialogar. Casi todos los gestos en una dirección, anticipan otros gestos en la dirección contraria.

Esa es la diferencia central entre él y Cristina Kirchner. No es que a la dirección que ella le imprimía, él le oponga una política en dirección contraria. Es otra cosa. Él va, vuelve, se acerca, se aleja. A veces marea a los demás. A veces se marea a sí mismo. Es todo un estilo.

Pero en este caso ha comenzado un lento adiós: ya nadie lo podrá acusar de encubrir las violacione­s a los derechos humanos que, a diario, ocurren en Venezuela

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