¿MORIR SIN DIGNIDAD?
Al mismo tiempo en que el país, y Antioquia en particular, viven el drama causado por el coronavirus, en buena estimulado sus estragos por la indisciplina e irresponsabilidad social, la Cámara de Representantes le daba entierro de tercera al proyecto de ley que reglamenta la muerte digna. Un derecho reconocido desde hace más de 24 años por la Corte Constitucional.
Trece veces el Congreso ha tramitado la ley y trece veces se ha malogrado. No ha cumplido con la sentencia de la Corte de reglamentarla para que “el Estado no pueda oponerse a la decisión del individuo que no desea seguir viviendo y solicita le ayuden a morir, cuando sufre una enfermedad terminal que le produce dolores insoportables, incompatibles con su idea de dignidad”. No es justo ni con el individuo ni con la familia que sufre lo inevitable, prolongar una vida artificial, una agonía en medio de sufrimientos y dolores físicos o síquicos intensos. Eso es torturar a quien desea descansar, sea cubierto por su fe religiosa o por su agnosticismo, cuando ya toda esperanza de recuperar una vida digna se agotó. Si el dolor, decía el maestro Buda, es inherente al ser humano, el sufrimiento es opcional.
Simultáneamente con esta pandemia que colapsa el sistema de salud, que agota la labor humanitaria de médicos y enfermeras y deja pacientes sin posibilidad alguna de alcanzar los servicios de las UCI y con un Congreso que le escurre el bulto a su responsabilidad, moría el teólogo cristiano Hans Küng, uno de los padres del Concilio Vaticano Segundo y defensor acérrimo del derecho que tiene el ser humano a morir con dignidad. Fue una noticia que pasó inadvertida en la prensa colombiana, agotada de contar muertos del coronavirus, de destapar ollas podridas de corrupción y de publicar crímenes dentro del marco de una paz confusa e irreal.
Hans Küng fue una de las voces más importantes en la defensa del derecho a morir con dignidad. “Nadie está obligado a soportar lo insoportable”, pregonaba para fundamentar su tesis de ponerle punto final a una vida destruida por la enfermedad, sin ninguna posibilidad de recuperarse. Argumentaba que “esa situación no atenta contra el derecho exclusivo del Creador y que forma parte constitutiva de una muerte humanamente en el que los dolores de las personas se reduzcan a una medida soportable y de que se ayude mediante psicofármacos a superar emocionalmente el último tramo de la vida para poder morir con dignidad”.
El Congreso tiene ante el país, el deber de recuperar el tiempo perdido con el incumplimiento del mandato de la Corte para reglamentar la sentencia que garantiza al ciudadano morir con dignidad. Y recordar si se quiere, para su fundamentación filosófica, las palabras de Séneca, pronunciadas hace siglos, de que “si la opción queda situada entre una muerte atormentada y una muerte simple, serena y fácil, ¿por qué no echar mano de esta última cuando la ciencia y la medicina facilitan la solución adecuada?”
No es justo ni con el individuo ni con la familia que sufre lo inevitable, prolongar una vida artificial, una agonía en medio de sufrimientos y dolores físicos o síquicos intensos.