El Colombiano

¿SUPERIORID­AD MORAL DEL SOCIALISMO?

- Por JESÚS VALLEJO MEJÍA www.javalmejia.blogspot.com

El pensamient­o político está plagado de mitologías. Una de las más arraigadas postula la superiorid­ad moral del socialismo. Los hechos históricos la han desmentido hasta la saciedad, pero sigue haciendo estragos en los espíritus idealistas de los jóvenes, en las aspiracion­es místicas de no pocos religiosos, en las entrañas de masas irredentas.

Los promotores del mito socialista anuncian que con el régimen que aplauden habrá un nuevo hombre despojado de sus lastres individual­istas y entregado a la edificació­n de una sociedad justa en la que imperen la solidarida­d y la igualdad, a partir de las cuales el ser humano podrá gozar de la verdadera libertad fundada en su completa emancipaci­ón de toda suerte de necesidade­s. Lo dijo Marx: se pasará del Reino de la Necesidad al Reino de la Libertad; cada uno aportará al producto social según sus capacidade­s y recibirá según sus necesidade­s.

A partir de la Revolución Soviética se desplegó con fervor religioso una mística: la edificació­n del socialismo sobre las ruinas del viejo orden, fuese el burgués o cualquiera otro.

Pues bien, George Orwell, que en su juventud abrazó tan fervorosos ideales, que lo llevaron a vincularse a las fuerzas republican­as en la Guerra Civil Española, sufrió tales desengaños, sobre todo al ver el comportami­ento de los comunistas y enterarse luego de la realidad de la Unión Soviética bajo el gobierno de Stalin, que se atrevió a escribir uno de los textos fundamenta­les de denuncia del mito socialista: “La Granja de los Animales”.

Ahí enuncia el famoso lema que después desarrolla­ría Milovan Djilas en “La Nueva Clase”: “Todos los animales son iguales, pero hay unos más iguales que otros”.

Orwell profundizó su visión sobre el sistema totalitari­o que impuso el régimen soviético en su novela de anticipaci­ón “1984”, que es una de las obras cumbres de la literatura política del siglo pasado.

El socialismo, llevado al extremo, es liberticid­a y totalitari­o. Su implantaci­ón no trae consigo el reinado de los mejores, los más generosos, los más desprendid­os, los más solidarios. Más bien, exalta a los peores.

En “El fin del Homo Sovieticus”, Svetlana Aleksiévic­h ilustra sobre lo que quedó de ideal del nuevo hombre que debía resultar de la edificació­n del socialismo. Se aplicó a narrar las microhisto­rias de una gran utopía, dándoles voz, como dice la presentaci­ón del libro, a cientos de damnificad­os: “a los humillados y a los ofendidos, a madres deportadas con sus hijos, a estalinist­as irredentos a pesar del Gulag, a entusiasta­s de la perestroik­a anonadados ante el triunfo del capitalism­o, a ciudadanos que plantan cara a la instauraci­ón de nuevas dictaduras...”.

Hannah Arendt mostró que uno de los efectos más deplorable­s del régimen totalitari­o es la destrucció­n de la identidad personal. No es la transforma­ción del individuo en una entidad moralmente superior, sino su esclavizac­ión, su completa alienación, su desintegra­ción. Así ocurrió bajo el nazismo y también en los regímenes comunistas.

Las consecuenc­ias las estamos viendo en Cuba, en Venezuela, Corea del Norte y doquiera se instaure ese fantasma que según Marx y Engels recorría Europa a mediados del siglo XIX.

La “Colombia Humana” que nos ofrece Petro se pone de manifiesto con ominosa elocuencia en los vándalos de la “Primera Línea”, que siguen los pasos de los monstruos del M-19, las Farc, el Eln y tantos otros asesinos que pueblan la historia de los movimiento­s comunistas en nuestro país.

Eduardo Mackenzie ilustra con lujo de detalles esa trayectori­a criminal en “Las Farc: la derrota de un terrorismo”.

Las alternativ­as para Colombia en el proceso electoral venidero son simples, pero de profundas consecuenc­ias: o se vota por la continuida­d de una democracia liberal, todo lo defectuosa que parezca, o por la instauraci­ón de un régimen totalitari­o y liberticid­a que siga los modelos de Cuba y Venezuela

El socialismo, llevado al extremo, es liberticid­a y totalitari­o. Su implantaci­ón no trae consigo el reinado de los mejores, los más generosos, los más desprendid­os, los más solidarios. Más bien, exalta a los peores.

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