Una gramática de la demora
La trilogía que más disfrutaba era la de Volver al futuro. Cada viaje de Marty McFly al pasado o al futuro, y su regreso al presente, demostraba que el tiempo era una trama delicada, alterar cualquiera de sus hilos producía monstruosidades. Imaginaba alterar así la trama de mi vida y veía cada película una y otra vez para imaginar cómo se deformaría la línea del tiempo de mil maneras según los cambios que podía aplicar en el pasado. Pero luego estaba la trilogía de Alien, que desde el Octavo pasajero se convirtió en fertilizante de mis pesadillas. La trilogía de Superman también hacía parte de este recuerdo de historias seriadas. A pesar de las muchas críticas a favor y en contra, las tres películas del hombre de acero despertaban una fascinación que no se extinguía: cada secuencia la vivía como una historia completa que se ensamblaba a las demás: la de un niño que escapa de su planeta moribundo, la de unos granjeros que adoptan a un niño del espacio, la de un periodista que debía soportar el entuerto de llevar trusa bajo su traje de asalariado, la de un villano de fuego que nace del mismo sol… La dinámica de las trilogías del cine requería de mucha paciencia. Un año o más para cada entrega. Todavía hay unas que nos ponen a esperar. El hueco entre una y otra, no faltaba más, se llenaba con otras historias: series, películas, videojuegos, libros… pero la reverberación de una historia incompleta se mantenía latente si había calado hasta los huesos. Las trilogías o las sagas que se extendían por más de tres entregas podrían considerarse como un gesto serial pionero que buscaba agotar las posibilidades de una historia. Más allá de los intereses comerciales que son evidentes para algunas de ellas, las trilogías tienen el encanto de la continuidad, sacian a los espectadores ávidos que no quieren despedirse de un personaje, un escenario o un mundo, o aquellos que simplemente quieren resolver un misterio que los guionistas demoran hasta la entrega final, cuando se pueden atar todos los cabos. La trilogía reciente de Netflix, La calle del terror, recupera esta gramática de la demora con tres películas que además reúnen lo que a muchos nos hizo enamorar del cine de horror: asesinos implacables, causas sobrenaturales que despiertan a los muertos, la venganza de una bruja, una maldición y adolescentes enfrentados al más grande de los horrores: perder a los amigos. Esta saga oscura fue emitida desde el 2 de julio. Cada viernes, presentó una historia en la que no se escatima en decapitaciones y desmembramientos. Más allá del baño natural de sangre, La calle del terror es una trama hábil que mantiene en vilo a la audiencia y rehúye de los tiempos muertos, por lo que cada minuto de la historia es aprovechado para hacer avanzar un poco más el argumento y revelar detalles que se van sumando a una verdad oscura que se resuelve en la última entrega. Otro de sus valores es que cada entrega permite que la historia avance a partir del ejercicio de retroceder en el tiempo. La primera película sucede en 1994, la segunda en 1978 y la tercera en 1666, donde se originan los horrores que provocan la locura y la muerte de muchos habitantes de la malhadada población de Shadyside. Cada flashback renueva la lista de víctimas, presenta un nuevo asesino y sigue hasta su origen el hilo en el que se han tejido tantas desgracias, un hilo que parece surgir del mismo infierno y cuyo artífice parece conocer el secreto para que una historia trascienda las generaciones.