Durante la pandemia tuvimos muy de cerca el miedo a la muerte, ¿no es acaso esa una sensación muy común en nuestros países Latinoamericanos?
Recuerdo los cuerpos cubiertos de cal tirados en las calles —los hombres del CTI pasaban en camionetas y les arrojaban cal a paladas—. Recuerdo el olor de los cuerpos, que dos días después se abrían al aire como una flor que se pudre en un jarrón. Recuerdo el silencio de las noches frías y sin luz en las que nos calentábamos por grupos al calor de una fogata —justo ese día, veinticinco de enero de 1999, llovió con la tenacidad de los necios—. Recuerdo que muchos murieron a las cinco de la tarde con la segunda réplica, que terminó por derrumbarlo todo. Recuerdo que la primera noche dormimos con papá en una camioneta de cabina doble y que al despertar no teníamos nada que comer, rompimos el ayuno al mediodía, cuando un hombre nos vendió empanadas de carne curada que picaba en la boca y en la garganta. La comida bajaba al estómago como un bolo inmundo.
Recuerdo la tercera noche: hombres armados asaltaban tiendas, casas, unidades residenciales; nos escondimos en el tanque de agua vacío de un edificio, mi tía — tuerta desde hacía años por tres balas que no le partieron la cara— temblaba de miedo y Katy y yo —éramos unos niños— no sabíamos si llorar o echarnos a morir de pena. Escuchamos tiros esa noche. Todo eso recordé en una tarde de encierro mientras escribía noticias del coronavirus y leía: “Italia, seiscientos muertos en un día”. Me pregunté: “¿Cómo estarán de cal en Europa?” No hay servicio funerario que pudiera contener tantos muertos en un día, no hay hades que retenga todos esos cuerpos, y por eso en ese momento solo les quedaba la reserva de la cal o el olvido del fuego.
Ese día en Armenia murieron mil novecientas personas bajo escombros, o por un golpe fatal en la cabeza, o encerrados —sepultados antes de morir— y agónicos para que los encontraran días después famélicos y polvorientos. Los recordé cuando reportaba los muertos de la pandemia, que se iban en el final terrible del asfixiado, del que por más que intentaba no lograba la bocanada de aire que lo alimentara. Mientras eso pasaba, todos estábamos en casa, encerrados, guardando nuestro poco de aire, nuestras aspiraciones seguras. Pero han pasado los días, los meses y la pandemia quedó atrás como un mal sueño. Pero a veces despertamos de ese mal sueño y nos damos cuenta de que nos persigue su eco.
Por esos días de mayo de 2020 escribí sobre el silencio de la calle; escribí como un orate, atiborrado de pensamientos que se agitaban por el caudal de las noticias. Fue así:
Afuera la calle está en silencio, pero a veces en las noches escucho gritos que recorren en eco de casa en casa, son gritos de jovencitos desocupados, presos de su encierro, del destino que ahora los encierra por obligación y les arrebata el deseo —el deseo de todo adolescente es el encierro, la puerta bien cerrada—. Pero ese silencio me hace recordar el silencio de aquellas noches en las que la gente se preguntaba qué sería de sus vidas, de su desventura, quién les aliviaría el hambre, quién les pagaría las deudas. Y en esas noches también había gritos y la humanidad, como siempre, se dividía en dos: los que atacaban y los atacados. Y ahora temo eso, cuando son las doce de la noche. No le temo a la enfermedad y su aire malo, sino a los hombres dotados de violencia que pueden entrar a cualquier casa y arrebatarlo todo, pero no temo que arrebaten la vida —porque si fuera la vida solamente, que la arranquen de un tajo como el carnicero que por la garganta pasa el cuchillo—, sino que temo que le arranquen lo que la dota, lo que la llena: la honra, el sentido de bienestar. Porque los hombres —estos hombres contra los que no somos más que la oportunidad de despojo— pueden torturar, violar, trasgredir, borronear la cara sin nada más que actos. Y aquí hay hombres de los peores —recuerdo aquella noche en que a la casa de un amigo entraron tres tipos: amordazaron, amenazaron con violar, amenazaron con matar, buscaron y encontraron joyas y plata, comieron todo lo que había, entraron al baño y defecaron como cerdos hacinados, se fueron— y esos hombres no quieren sentirse acorralados, asustados, o tentados por la soledad que hay ahí afuera, que los invita al saqueo feroz. Esas noches en Armenia lo aprovecharon todo: casas abandonadas, casas destruidas, casas pobladas con familias que temían otro temblor, almacenes derrumbados, supermercados sin puertas, y se lo llevaron todo, como hoy se lo llevan todo por la fuerza de la plata, del crédito. Cada generación, cada estrato, cada condición, tiene sus armas, sus métodos. Esta, la que tenemos hoy más cercana, tiene el método de la adquisición: que se mueran todos, yo compro todo porque puedo. Hace veinte años: que se mueran todos, yo tomo lo que quiero porque tengo la fuerza, las armas. No hay nada peor que el miedo a la desaparición, nos azuza la bestia, el simio que bajó del árbol y descubrió en la