Carlos es un guardián de las semillas del pasado y del futuro
Este campesino integra una red que busca preservar la diversidad agrícola en el país.
En la hectárea de tierra que posee Carlos Osorio, entre decenas de hortalizas y tubérculos crece un frijol hermoso y rico llamado petaco que su tatarabuelo cultivaba hace 200 años, un frijol rebelde que germina hasta entre la maleza del monte.
Alrededor de las 83 plantas medicinales que se levantan en su huerta crecen lupinos púrpuras, una leguminosa que el mundo apenas empieza a descubrir como un potencial superalimento y que tiene la facultad de reciclar nitrógeno. Dicho en otras palabras, mientras la guerra en Ucrania tiene en jaque la producción alimentaria del planeta por la escasez de fertilizantes nitrogenados, en el Carmen de Viboral, en la finca Rena-Ser, los lupinos proveen una fertilización natural para ayudar a mantener fecundo ese edén de huertas circulares, cercas vivas y refugio de semillas criollas (que fueron introducidas hace décadas y se adaptaron exitosamente) y nativas ( propias del territorio). Todo eso es obra de Carlos, un campesino de 68 años, doctor simbólico en Agroecología en Berkeley, la mejor universidad de Estados Unidos.
Los caminos que condujeron a Carlos a ser un maestro de la agricultura sostenible reconocido en Latinoamérica empezaron cuando su vida parecía esfumarse, hace casi 30 años. En 1993 le descubrieron un envenenamiento masivo en la sangre. Treinta años jornaleando entre monocultivos de frijol y papa con una bomba de fumigación en la espalda regando insectici
das y herbicidas fue el detonante del envenenamiento que lo consumía en silencio. La dos únicas salidas eran ocuparse en otra cosa o seguir con lo mismo y darse la estocada final. “El problema era que yo apenas tenía segundo de primaria y lo único que sabía hacer era volear aza
dón y fumigar”, relata.
Estaba equivocado. Carlos acumuló desde los ocho años, cuando ya labraba la tierra con su padre, un conocimiento sobre el campo, los suelos, semillas y plantas que alimentó durante su vida y que ante la encrucijada que le impuso su enfermedad salió a flote.
En 1994, guiado por un vecino, un médico botánico, comenzó su segunda vida como agricultor, pero sin una sola gota de agroquímico. Todo orgánico. Así empezó a cultivar en su finca Rena-Ser semillas que sirvieron para alimentarlo a él y sus antepasados y que han ido quedando en el olvido por la demoledora agroindustria y su arsenal químico para maximizar la productividad.
Y así se abrieron paso en su finca cientos de semillas nativas y criollas: el frijol petaco y el rochela, resistentes y nutritivos como pocas leguminosas; la papa parda, la pepina y la morasurco, tubérculos con altísimos valores nutricionales; o el bulbo de la maravilla, un ingrediente infaltable en los platos durante décadas, parecido al cubio o al ñame, y cuya flor dura 24 horas y no tiene nada que envidiarle a la belleza de una orquídea.
En las ferias de semillas, donde Carlos empezó a asistir