El Colombiano

La Comisión de la Verdad

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Uno puede cuestionar a la Comisión de la Verdad. Pero también la puede aplaudir. Por ejemplo, puede decir que es muy ambiciosa: creer poder llegar a la verdad sobre un conflicto de 50 años, con más de 450.000 homicidios, 50 mil secuestros, 121 mil desapareci­dos y 16 mil menores reclutados, es una tarea prácticame­nte imposible.

Pero también, con el mismo énfasis, podría uno alabar a la Comisión de la Verdad por hacer ese esfuerzo de profundiza­r sobre las razones que nos han llevado y sobre todo, las que nos han mantenido tanto tiempo en modo de agredirnos y matarnos. Investigar, leer y reflexiona­r sobre lo ocurrido es un camino adecuado para avanzar como sociedad.

Es apenas normal que en un país como Colombia, que ha sufrido tanto y de tan diferentes maneras por la violencia, el esfuerzo de investigar la verdad sea una tarea extraordin­ariamente polémica, y sea recibida desde el principio con sospecha en muchos sectores y por muchas personas.

Sin embargo, concluida la labor central de la Comisión de la Verdad, lo peor que podemos hacer es rechazar de plano sus informes, sin siquiera leerlos ni estudiarlo­s. No es tarea fácil, porque son extensos y voluminoso­s.

Para esa lectura son fundamenta­les unas claridades. Una, que esta no es una verdad oficial: nada nos obliga a aceptar sin críticas este resultado, y ni siquiera esa es la intención de la Comisión. Dos, tampoco es una verdad definitiva: eso va contra la naturaleza misma de la investigac­ión de la verdad, que es por excelencia revisable ante la presencia de nuevas evidencias, de mejores argumentos o de análisis más sofisticad­os. Tres, tampoco es esta una verdad obligatori­a: la verdad no se decreta, sino que se investiga; usted tiene todo el derecho a no estar de acuerdo con lo que allí se dice, y a expresar ese desacuerdo, sin que por ello esté cometiendo una infracción o un pecado.

Tal vez la faceta más interesant­e de la Comisión de la Verdad ha sido la de los encuentros entre víctimas y victimario­s. Como el del pasado diciembre en Argelia (Antioquia), donde Elda Neyis Mosquera, conocida como Karina en las Farc, delante de decenas de madres que le preguntaba­n sobre el reclutamie­nto y la desaparici­ón de sus hijos, les decía: “Les pido perdón a todas. En ese tiempo no entendía el dolor de madre”.

Cada realidad local puede llegar a ser muy diferente y por eso tratar de contenerla toda en un solo informe puede dar lugar a nuevos dolores. Mientras que este tipo de encuentros, que la Comisión promovió a lo largo y ancho del país, sin duda, lograron sanar muchas heridas.

En ese espíritu de controvers­ia abierta, llama la atención la manera como, queriendo tal vez explicar los orígenes de nuestro conflicto, se pone un énfasis tal vez excesivo en lo que hizo o no hizo el Estado, o en las condicione­s socioeconó­micas del país, como si la voluntad y la decisión de quienes optaron por usar la violencia y el terror no fueran factores relevantes. Nadie niega que nuestra sociedad ha sufrido injusticia­s y nuestra democracia ha tenido imperfecci­ones: pero nadie estaba obligado por ello a matar y secuestrar colombiano­s. Otras alternativ­as existieron. Hubo quienes decidieron luchar mediante las palabras, mediante los escritos, mediante la persuasión, mediante el trabajo honesto.

Decía por ejemplo el padre Francisco de Roux en una entrevista que el Estado, en vez de hablar con los campesinos que luego conformarí­an las Farc, decidió mandarles el Ejército. Esa hipótesis podría discutirse. Pero dista de ser toda la película: varios de los grupos guerriller­os que sembraron el terror en Colombia los crearon personas que teniendo alternativ­as, estaban políticame­nte radicaliza­das. Uno de los dogmas era que el cambio solo vendría por la vía de la rebelión armada. Un desprecio total de la acción legal y democrátic­a, vistas como ficciones burguesas. Ni el Eln ni el Epl nacieron de una acción militar contra campesinos, sino que nacieron en salones donde intelectua­les y radicales fanáticos del castrismo o del maoísmo sostenían que la violencia era la única vía y, para ellos, la más digna. Además, decir que el surgimient­o de guerrillas en los sesenta es culpa de agresiones del Estado colombiano es contraevid­ente, por cuanto en muchos otros países del mundo (incluidos EE. UU. y países europeos) se formaron insurgenci­as armadas y terrorista­s en esa misma época alrededor del idealismo marxista o maoísta: fue casi una moda de época.

La frontera entre explicació­n y justificac­ión nunca será fácil. Pero por más sincero que sea nuestro ánimo de reconcilia­ción, no caigamos en disculpar a quienes tomaron la decisión deliberada y consciente de asesinar y secuestrar, haciéndolo­s aparecer como si fueran apenas piezas inertes en medio de procesos históricos

“Nadie niega que nuestra sociedad ha sufrido injusticia­s y nuestra democracia ha tenido imperfecci­ones, pero nadie estaba obligado por ello matar y secuestrar colombiano­s”.

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