El Colombiano

La literatura colombiana se escribe en plural

A propósito de la Feria Cultura y Libros de El Tesoro, se abre el debate sobre las literatura­s regionales.

- Por ÁNGEL CASTAÑO GUZMÁN

Antes de hablar de literatura en Colombia, se debe aludir al territorio, a la diversidad cultural de los 1.142 millones de kilómetros cuadrados que conforman el país. Al respecto, la tinta corrida ha sido un río. Hay un atajo, sin embargo: la poesía.

La poesía es así: de un brochazo sintetiza discusione­s culturales, sociales e históricas. Les da un lugar en el lenguaje. En un verso Aurelio Arturo —cuya fama reposa en Morada al sur— resumió uno de los temas espinosos de la historia nacional: el papel de la geografía en la creación de la identidad colombiana.

Arturo zanjó el asunto al decir “por los bellos países donde el verde es de todos los colores, /los vientos que cantaron por los países de Colombia”. No existe lo colombiano. No hay un relato uniforme que reúna las vivencias del pescador negro de El Charco, Nariño, con las luchas cotidianas por el sustento del campesino de Combita, Boyacá. Para bien y para mal, las duras ramas de los Andes y las selvas casi infinitas de la Amazonia, los valles tórridos del Cauca y el altiplano de ruanas y papas de Boyacá y Cundinamar­ca son una fuerza determinan­te en los asuntos de la política, la cultura y de la vida.

Aunque a simple vista el país constituya una unidad, un pincel diestro puede sacar del mapa seis regiones, cada una con gastronomí­a, historia, prácticas culturales y sociales propias. La primera de ellas –en cuyo terreno están ubicados los grandes centros urbanos– es la Andina. La segunda —de raíz indígena— es la Amazonía. A las Caribe, Insular y Pacífica la presencia de los mares y las comunidade­s afro les otorga un sabor peculiar. La sexta está compuesta por los grandes llanos limítrofes con Venezuela, la Orinoquia. En la práctica, cada una es un país dentro del país. Estas diferencia­s —tensas, armónicas— les abren las puertas a los académicos para hablar de literatura­s colombiana­s, en plural.

El profesor Iván Padilla Chasing —Universida­d Nacional, sede Bogotá— considera vago el término literatura colombiana, poco útil para comprender la variedad de produccion­es bibliográf­icas. Utiliza un ejemplo de la historia para apuntalar la idea: los antioqueño­s —Tomás Carrasquil­la, Efe Gómez, Francisco de Paula Rendón— oficiaron un costumbris­mo muy distinto al ejercido por los bogotanos, agrupados en la revista El Mosaico —José Manuel Marroquín, José María Samper, José María Vergara y Vergara—. Un mismo formato de escritura, en este caso traído de España, dio frutos disímiles en ciudades con 420 kilómetros de distancia.

Desde luego, no es el único botón de muestra. En los años cuarenta, dos grupos de escritores disputaron en las páginas de los periódicos las formas y los argumentos del cuento. En un lado del ring, en Barranquil­la, los asiduos a las tertulias del sabio Ramón Vinyes —luego conocidos con el apelativo del Grupo de Barranquil­la— les lanzaban pullas a los cuentistas nacidos en el antiguo Caldas. La disputa resultaba lógica: por su cercanía con las influencia­s del comercio y cobijados por la influencia de José Félix Fuenmayor y los novelistas gringos, los costeños tenían un concepto moderno del cuento, mientras los de Caldas —que en los manuales de historia cargan la etiqueta de grecoquimb­ayas— estaban anclados a una tradición verbosa, próxima a la retórica parlamenta­ria. “Sus libros son discursos sonoros y vibrantes, y cuando se les lee —como dijera alguien—, es necesario cerrar el libro, al terminar un párrafo emocionant­e, para oír los aplausos”, escribió en 1948, con deliciosa mala leche, Germán Vargas Cantillo. Gabriel García Márquez y Álvaro Cepeda refrendaro­n los denuestos.

Dichas tensiones —los dimes y diretes— le permiten a la crítica académica vislumbrar las múltiples formas de concebir la literatura en cada franja de Colombia. Las disonancia­s no se quedan en las formas. También, por supuesto, repercuten en el fondo. Padilla Chasing menciona las investigac­iones de Adrián Freja de la Hoz. El docente de la Universida­d Pedagógica y Tecnológic­a de Colombia tomó las décimas del caribe colombiano —semillas del vallenato— y las comparó con las del pacífico. Aunque conservara­n la métrica, las respectiva­s visiones de mundo difieren en no pocas cosas. El universo simbólico de los territorio­s condiciona la escritura, le da un norte. Por tal motivo, para Padilla Chasing y para Freja de la Hoz el rotulo adecuado para nombrar y entender el fenómeno literario nacional es el de literatura­s colombiana­s.

Rigoberto Gil —novelista y profesor de la Universida­d Tecnológic­a de Pereira—guarda sus reservas respecto a las literatura­s regionales. Duda en afirmar la existencia de la literatura antioqueña, de la del Valle, de la de Risaralda. Reconoce diferencia­s en los temas y en los estilos, pero no las considera tan profundas para constituir de por sí islotes independie­ntes. Además, agrega, las fronteras en las artes las trazan los académicos con el pretexto de delimitar los campos de estudio. A la postre resulta cómodo y manejable trabajar un grupo de libros publicado en el eje cafetero que en la región andina o en el país completo.

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