El Espectador

Las llaves del infinito

- FELIPE NEGRET MOSQUERA

Homenaje a Alfredo Molano Bravo, el hombre que no dejará de existir.

AUNQUE HE VISTO GRANDES FAEnas bajo la lluvia, esa misma lluvia ha impedido que vea muchas otras.

La misma lluvia impidió que me reuniera con Alfredo Molano hace una semana, para tomar, como lo hacíamos siempre a sorbos cortos, un café acariciado por una charla sincera con un hombre que no le regalaba piropos a nadie que no los mereciera.

Maldita lluvia inoportuna. Nos diríamos hasta pronto, y no pudimos.

Conocí a Alfredo donde debía hacerlo, en una plaza de toros. Hombre justo y culto, amaba tanto la fiesta como yo a él. Las circunstan­cias nos llevaron a reunirnos una tarde de temporada y a no separarnos nunca, incluso estando fuera de este mundo.

La gente muere cuando deja de existir y Alfredo vivirá en cada uno de los que lo conocimos y de quienes lo conocerán ahora en ese ejercicio tardío de admirar a los que ya no están, a través de la sabiduría que registran sus obras.

Alfredo siempre enarboló su posición de izquierda con respeto frente a quienes nos declaramos de extremo centro.

Me acompañó ruidosamen­te, no obstante ser miembro de una tendencia que convirtió su crítica a la fiesta brava en una pose y en un cliché prohibicio­nista.

Manifestab­a argumentos desde su trinchera que enriquecía­n el debate y entregaban razones sabias que eran gritos únicos, en medio de una algarabía de rabiosos que no dejaba escuchar voces sensatas.

Recuerdo el día que le propuse recibir, cuando reabriéram­os la Plaza de Toros de Santamaría después de un cierre sordo, injusto y ciego de una izquierda que se parece a Petro y no a la izquierda, el toril con una llave simbólica que solo pueden portar al iniciar las corridas los alguaciles.

Alfredo aceptó a regañadien­tes, pero seguro porque lo suyo era la discreción y eso de ir exponiéndo­se en el ruedo, con llave en mano para abrir la única puerta que faltaba para lograr el grito de libertad, le parecía extremo.

Lo hizo, creo yo, porque sabía lo que juntos habíamos hecho, en solitario, para lograrlo, y por lo que había hecho él para que yo como organizado­r de las temporadas lo alcanzara.

Aquella fue tal vez la jornada más aterradora que hayan vivido los taurinos en la ciudad. Manadas de personas utilizadas por dos o tres que perseguían con armas de todo tipo a unos aficionado­s inermes por las calles, como si se tratara de una jauría que animaban algunos que sin argumentos y con mezquindad lanzaban a las hordas a cazar aficionado­s.

Alfredo entregó las llaves que abrían la puerta de toriles para que salieran el toro Libertad y uno a uno los otros toros de la ganadería Ernesto Gutiérrez, que esa tarde harían memorable la jornada, dejando escrita una de las páginas más bellas de la historia taurina del mundo, la derrota a la arbitrarie­dad con la única arma válida, la ley.

Cómo te quiero, Alfredo, y cómo te queremos los que sabemos lo que hiciste por nosotros. Eres único e inmortal. Tu recuerdo vivirá en mí, en mi familia, que están seguros de que la tuya fue una amistad sincera, tan escasa en este mundillo, donde la gente como tú nunca muere.

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