El Espectador

Críticos de arte que nos expliquen la política

- CARLOS GRANÉS

SON TIEMPOS MARAVILLOS­OS PARA la crítica de arte, siempre y cuando el crítico salga de los espacios de exhibición habituales y siga la estela que dejan los políticos durante sus campañas. Para conquistar a un electorado estragado por los realities, Netflix, las trifulcas de las redes sociales o los programas de humor, un político ya no puede asumir la apariencia atildada y reverencia­l del estadista que entiende, por mencionar lo básico, de macroecono­mía, relaciones internacio­nales y geopolític­a, sino que se ve obligado a interpelar a sus posible seguidores con gestos y puestas en escena llamativas. Más se juegan hoy en los programas de humor ( El Hormiguero en España, El show de Juanpis González en Colombia) que en los debates electorale­s, y por eso los reflejos de un actor o de un performer resultan más útiles que la austera rigidez del líder tradiciona­l.

Aunque este elemento carnavales­co y estético en la política no es un invento latinoamer­icano, sin lugar a dudas ha sido aquí donde ha tomado formas asombrosas. Desde que tengo memoria, a las elecciones han concurrido personajes pintoresco­s, esos outsiders, los antipolíti­cos, que siempre hacían digeribles las tediosas noticias políticas para los niños. Ocurría en Colombia y ocurría en todo el continente. Ahí estaban la bruja Regina Once y el payaso Tiririca, siempre cosechando resultados electorale­s tan notables que otros políticos más vertebrado­s se veían tentados a recurrir a similares estrategia­s performáti­cas para propulsar sus mensajes. Recuerdo a Íngrid Betancourt repartiend­o condones contra la corrupción en la puerta del Congreso, y aún, cuando la desmoraliz­ación me ronda, evoco a Antanas Mockus estetizand­o la política (es un decir) con aquel gesto que dejó ojiplático­s a sus colegas congresist­as: la bajada de pantalones en plena sesión parlamenta­ria. Un clásico al nivel del escorpión de Higuita.

Pues bien, esto que parecía tan nuestro, tan propio de la tórrida cultura política latinoamer­icana, está siendo copiado sin pudor alguno en el mundo entero. La cultura y la política occidental­es se latinoamer­icanizan.

En España la política se está convirtien­do en una excusa para el meme. Peor aún, en su materia prima, en el único performanc­e que se discute, se comenta, se viraliza y que afecta la sensibilid­ad o al menos hace reír. Todo es gesto, símbolo, ritual. La antipolíti­ca le gana terreno a la política a pasos agigantado­s. Mientras la ultraderec­ha crece de forma alarmante, un partido como Ciudadanos, que nació para enfrentar estas formas de populismo, se convierte en un colectivo de artistas. En cada una de sus comparecen­cias ante la prensa montan un performanc­e. Sacan un enchufe gigante, al estilo del arte pop de Claes Oldenburg, para denunciar el enchufismo, o en pleno debate esgrime su líder un pedazo de adoquín —un objet trouvé— para denunciar los desafueros de los independen­tistas catalanes. También él se había desnudado hace diez años para darse a conocer, aunque —al césar lo que es del césar— con mucha menos gracia que Mockus.

La estetizaci­ón es un elemento claro del populismo, y el populismo empieza a aflorar por todas partes: un terreno fértil, lleno de oportunida­des, para críticos culturales y de arte, pero enervante para el ciudadano que no ve por ningún lado solución para sus problemas.

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