Señales para reconocer un cronopio
APARECÍAN EN LOS CAFÉS Y EN LOS teatros. Se agarraban con firmeza a los tubos del metro para que el viento no se los llevara. Estaban en las calles de París por las que Julio Cortázar deambulaba con ánimo de perderse. Esos extraños seres lo convidaban a jugar. Desde la primera vez que los vio, en el intermedio de un concierto, se convirtieron en sus fieles camaradas.
Eran como globos verdes y orejones que flotaban por encima de las butacas de terciopelo rojo. Simpatiquísimos. Después del concierto, cuando Cortázar estaba en su casa, el nombre llegó como un conjuro: cronopios. Del mismo modo aparecieron sus contrarios: los famas. Encorbatados, de riguroso negro, con bastón y sombrero de bombín. Si los cronopios derrochaban anarquía, los famas, por su parte, respetaban la ley y el orden. Apenas unos pasos por detrás de los famas, aparecieron las terceras en discordia, las esperanzas, que deshojaban estrellas intentando averiguar a quién admiraban más, ¿a los famas o a sus rivales? Les bastó con echar un vistazo para darse cuenta de que los cronopios estaban un poco locos.
Cortázar empezó a escribir sus Historias de cronopios y de famas en un cuaderno:
“Un cronopio iba a lavarse los dientes junto a su balcón, y poseído de una grandísima alegría al ver el sol de la mañana y las hermosas nubes que corrían por el cielo, apretó enormemente el tubo de pasta dentífrica y la pasta empezó a salir en una larga cinta rosa. Después de cubrir su cepillo con una verdadera montaña de pasta, el cronopio se encontrócon que le sobraba todavía una cantidad, entonces empezó a sacudir el tubo en la ventana y los pedazos de pasta rosa caían por el balcón a la calle donde varios famas sehabían reunido a comentar las novedades municipales. Los pedazos de pasta rosa caían sobre los sombreros de los famas, mientras arriba el cronopio cantaba y se frotaba los dientes lleno de contento”.
Algunos amigos de Cortázar se resistieron a seguirle el juego. Dijeron que sus historias tenían un tufillo moralizante. Con lo entusiasmado que estaba, parecía que Cortázar podía seguir escribiéndolas hasta el infinito, recreándose como un niño en la facilidad de esos cuentitos breves y de apariencia ligera, pero cargados de profundas intenciones. No dejó que las críticas le aguaran la fiesta. Era unmomento dulce, una fuga de su mente de cronopio, como él mismo se consideraba. Cortázar pensaba ponerle el punto final a las historias en septiembre de 1952. Después enviaría el cuaderno con todos los cuentos a Buenos Aires, para que los amigos lo criticaran con elegancia, o para que se “enternecieran alegremente”. Cortázar sabía que sus cronopios encontrarían cómplices que les abrirían las puertas: “Todo lector ha sido y es un jugador”.
Los cronopios no van por ahí presumiendo de sí mismos. La cuestión es que no pueden disimularlo: un cronopio lo es las 24 horas del día. Si uno está atento, acabará detectando las señales. Sin ir más lejos, esta mañana, mientras leía las Prosas apátridasde Julio Ramón Ribeyro —otro flaco genial que vivió en París—, me faltó poco para cantar “bingo” en la peluquería. Digamos que era un día festivo, porque lo era: Primero de Mayo. Ribeyro, hombre poco previsor (primera señal), esperaba que en París hubiera una tiendecita abierta. Necesitaba comprar una docena de huevos. En la place Falguière, vio un caracol atravesando la autopista. La baba de los caracoles no le hacía ninguna gracia a Ribeyro. Sacó un pañuelo de su bolsillo y, con delicadeza, envolvió el caracol y lo dejó en la calzada, a salvo de un atropello mortal. Mientras guardaba mis gafas de leer, me preguntaba: ¿qué clase de persona hace algo así? torado sentación de mi libro al comienzo de este año, en el Departamento de Sociología, donde habíamos compartido estudios.
La última vez que conversamos fue en agosto pasado, en el almuerzo de mi cumpleaños. Aunque ya tenía quebrantos de salud, nunca imaginé que fuese la última despedida. Los tres días de homenajes a Alfredo luego de su muerte fueron el mejor símbolo de su trayectoria en la vida. El reconocimiento multitudinario de amigos, admiradores y personas que lo conocíamos y queríamos, y que acompañamos a sus familiares—en particular a Gladys, Martha, hijos y María Elvira—, mostró sus grandes éxitos ligados a su agradable personalidad y su trabajo pionero.
Alfredo pasará a la historia como un incansable caminante que ayudó —y seguirá ayudando— a miles de personas a entender un país en extremo complejo y desigual.