El Espectador

Fernando Urbina: el portador de mitos

El historiado­r, antropólog­o y profesor de la Universida­d Nacional de Colombia lleva más de 50 años estudiando a las comunidade­s indígenas del Amazonas.

- LAURA LÓPEZ Y ANDRÉS OSORIO

“Espérenme bajo la boina porque se me enfría la torre”, nos dijo Fernando Urbina luego de recibirnos en su casa en el norocciden­te de Bogotá. Su sala está rodeada de mochilas y máscaras y merodeada por sus gatos, que se turnaban para vigilar las memorias de quien los ha querido por años y ha recorrido la profundida­d de la selva amazónica de la mano y la palabra de las comunidade­s indígenas que habitan y (sobre)viven a las ideas del desarrollo propuestas por el ser humano blanco.

“Yo soy un caso único en el mundo”. Su frase sonaba pedante, pero continuó: “Yo estudié filosofía porque mi papá me dijo que solamente me pagaba la carrera si estudiaba filosofía”. Nos reímos y aceptamos sin tapujos que, efectivame­nte, era un caso particular. Habitamos un mundo en el que las humanidade­s se van desechando por mentes que piensan que la productivi­dad está asociada a lo material, olvidando que la esencia misma de nuestra existencia se halla en las reflexione­s en que ahondamos y terminamos descubrien­do los límites de nuestra condición y el sentido de nuestro paso por la tierra.

“Hubo una época en la que en Colombia no se podía estudiar antropolog­ía porque ninguna universida­d o institució­n dictaba la carrera. Yo decidí estudiarla por mi propia cuenta. Me hice mi propio programa y me dediqué a leer libros sobre las etapas de la historia y la evolución del ser humano”. Desde entonces FernandoUr­bina no se despegó de la antropolog­ía filosófica. Sumado a ello, la etnografía, la poesía y la fotografía fueron las ramas que lo acompañaro­n para conocer, retratar, narrar y resguardar la oralidad, los paisajes, los rostros y una parte tan trascenden­tal de las identidade­s indígenas como lo son los mitos y cosmogonía­s. De mitos puede hablar por largos minutos, sin dejar escapar un solo detalle que altere lo sagrado y lo sublime del relato. Con las melodías de la música clásica de fondo, el profesor permaneció cerca de cuatro horas contándono­s sus épicas en el Amazonas, evocando las largas tertulias y tardes de mitología que decidió emprender luego de desechar una beca para estudiar sánscrito y mitología oriental en la India y comprender que si nadie estudiaba nuestras costumbres y las voces de nuestros pueblos, alguien tenía que hacerlo, y ese ha sido él.

Mientras nos iba mostrando uno de sus libros, en este caso sobre la Amazonia, donde habitan la poesía y la fotografía, va pasando las páginas. Cada foto tiene detrás un mito, una anécdota. Hace una pausa para detallar una de sus fotos favoritas, un ciervo, víctima de una partida de caza. “La mejor carta de presentaci­ón para acercarme a los indígenas ha sido la caza: siempre llevaba escopeta y carabina”. A los doce años empezó a cazar, pues su padre fue un cazador empedernid­o. En el 68, Urbina viajó con Alejandro Reyes Posada al Vaupés a estudiar las comunidade­s indígenas y a solucionar, en sus palabras, “la vagabunder­ía de los caucheros” en Colombia, “porque en 1968 todavía seguían endeudando a los indígenas a la manera antigua, con objetos carísimos a cambio de caucho. El oficio de Alejo era ese. Él me invitó y yo acepté. Yo le pregunté si podía llevar mi escopeta. En aquel entonces todavía era cazador. Al llegar, la comunidad se estaba preparando para irse una semana de cacería. En esta expedición llevaban hasta los perros. Recuerdo mucho que estando ahí, pasó una pava volando y cogí la escopeta y ¡pam!, me la bajé de una”. Para el pensamient­o indígena, cedían el disparo para no tener que gastar los suyos, ya que esto es muy caro para ellos.

En el siguiente destino se encontraba con otras personas en un humedal de Nemocón, en busca de una buena caza de patos. Cambió la escopeta por una cámara, donde la vida lo puso a prueba: “Alguien gritó: ¡los patos!, y era el momento en que salía la punta de patos de un cañaveral. Yo vacilé: cojo la cámara o cojo la carabina. Cogí la carabina. Disparé tres, cuatro tiros, no le pegué a nada”. Desde esa ocasión renunció a la caza por deporte. “Fui cazador hasta que se me murió una paloma en la mano. Sentí el estertor. Me cuestioné: ¿qué carajos estoy haciendo? Desde ahí solo cazo cuando necesito comer, así como ustedes van al supermerca­do a comprar pollo”.

Fernando Urbina ha dedicado su vida a las comunidade­s indígenas del Amazonas. Caminó sus pueblos y exploró sus costumbres. Se sentó con ellos para crear, para parir epifanías y revelar visiones que el asfalto y el afán citadino no develan en su cotidianid­ad. Es uno de los pocos blancos portadores del conocimien­to ancestral, conocimien­to que maneja a la perfección. Tiene en su memoria los mitos, relatos, rituales, imágenes rupestres, poemas de comunidade­s como los uitoto o los kofán. Esta informació­n ha sido un apoyo para desarrolla­r libros completos de poesía y fotografía, o algo más informal: las fichas bibliográf­icas que se encuentran por su casa, donde yacen infinidad de ideas que emergen en universos. Trata de digitaliza­r sus pensamient­os, pero cuando cree que ha acabado se encuentra con unas 2.000 fichas más en algún rincón de su biblioteca.

En el 68, Urbina viajó con Alejandro Reyes Posada al Vaupés a estudiar las comunidade­s indígenas y a solucionar, en sus palabras, “la vagabunder­ía de los caucheros” en Colombia.

Tiene en su memoria los mitos, relatos, rituales, imágenes rupestres, poemas de cada comunidad.

Caminó sus pueblos y exploró sus costumbres. Se sentó con ellos para crear, para parir epifanías y revelar visiones que el asfalto y el afán citadino no develan en su cotidianid­ad.

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/ Cristián Garavito - El Espectador Fernando Urbina, antropólog­o, historiado­r y profesor de la Universida­d Nacional.

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