El gran teatro del globo (II)
MUY PRONTO LOS ENVENENADORES del mundo empezarán a vendernos sus remedios contra la contaminación, su oxígeno en las esquinas, sus trajes protectores de la piel, sus modestos correctivos para la enfermedad planetaria.
Pero lo único que puede salvar al mundo es dejar actuar a la naturaleza, dejar que los bosques engendren a sus bosques, obrar de acuerdo con el mundo y no contra él. Los remedios de la tradición tal vez no nos salvaron nunca del dolor y de la muerte, pero le permitieron a la especie llegar viva y cantando hasta este lugar de la historia.
Ahora son Buda, Diógenes y Cristo los que tienen razón: ahora sólo vale lo que no tiene precio. En la era obscena del lucro inhumano solo nos puede salvar lo gratuito, el intercambio generoso, la amistad y la solidaridad. Y no es la ciudad humana lo costoso, es lo que se esconde detrás de la ciudad, los dueños del mundo que cobran por todo: por respirar, por vivir, por tener un cuerpo humano que puede enfermarse.
La enfermedad del lucro creció como una peste y se apoderó de tal manera de todo que fueron muriendo la gratuidad, la generosidad, la amistad, la poesía de lo simple. Los campos donde Dios prodigaba sus milagros se convirtieron en bodegas del mercado, el tiempo se convirtió en un molino industrial, ya no puedes dar un paso sin que algún dueño te cobre por algo, y cada vez más hay un solo dueño de todas las cosas.
La humanidad tendrá que sacudirse de todo eso antes de que la naturaleza se sacuda de la humanidad como de una plaga mortal. Y para ello bastará comprender que somos nosotros el fundamento de lo que nos oprime, el soporte de lo que nos destruye, el alimento de lo que nos tiraniza. Existe la industria, pero nosotros somos sus consumidores. Existe la corrupta política contemporánea, pero nosotros somos sus electores.
Basta saber que la salud depende más del agua pura, de la buena alimentación, de un ambiente sano y de un buen medio afectivo, de un trabajo satisfactorio y de una actividad placentera que de toda la industria farmacéutica, para saber lo que hay que hacer.
Basta saber que los alimentos procesados industrialmente son una de las principales fuentes de enfermedad para entender el círculo vicioso de la medicina contemporánea, atrapada en la tela de araña de las farmacéuticas y de los hospitales, donde los médicos son las primeras víctimas del frenesí de las urgencias, del dolor y de la muerte consideradas como culpas profesionales y negligencias.
Basta saber que cuanto más representativa sea nuestra democracia, más crecerá la corrupción, parapetada en el principio de la sospecha, en las trampas de la tecnocracia y en la locura de los megaproyectos donde el bienestar del ciudadano se hace cada vez más imperceptible.
Al gran capital le gusta presentarse como el gran benefactor de la humanidad. Hasta su propio frenesí de acumulación lo vende como una suerte de opulento seguro contra los azares de la historia. Hasta sus daños más descomunales suele mostrarlos como errores involuntarios en una escalada de beneficios para todos y como tropiezos del optimismo industrial que tienden a corregirse automáticamente. Todos sabemos que es falso: los beneficios existen, pero los males desencadenados son crecientes, acumulativos y potencialmente aniquiladores porque no tienen solución científica, ni técnica ni política.
La planetización del modelo y de la conciencia humana sí han creado las condiciones para una gran transformación histórica, pero esta no será automática, porque supone una gigantesca revolución de nuestra manera de vivir, una revolución radical de las costumbres, de la sensibilidad, de los lenguajes, de los modelos de producción y de consumo, de la manera de hacer, ritualizar y habitar de las comunidades humanas.
Un gran viento de indignación y de rebeldía sacude al mundo desde hace más de un siglo, y es apenas el comienzo de una transformación revolucionaria. Miles de procesos culturales en todo el mundo han formado parte de esa búsqueda: las conmociones que han despertado el psicoanálisis, la antropología, la etnología, las paradojas de la cuántica y los universos de la ciencia especulativa, la provocadora lectura de Nietzsche de la tradición filosófica y su desafiante examen de los fundamentos de la moral, son componentes de una profunda alteración de los fundamentos del orden de la civilización.
También lo han sido las luchas anticoloniales, los indigenismos, la afirmación étnica, la reivindicación de la diversidad sexual y las luchas de las mujeres contra las violencias seculares de la sociedad patriarcal. Y a esas búsquedas se las puede rastrear desde las revoluciones del arte del siglo XX, la irrupción de un arte cada vez más crítico de las academias y de las manipulaciones del mercado, la búsqueda de un arte más cercano a la vida en el diseño, en la gastronomía, en la indumentaria, hasta la gran deserción hippie de la sociedad de consumo, la exploración de las puertas de la percepción en el mundo de la drogas que hoy es el rostro mismo de la sociedad contemporánea y de su economía, el renacer de la búsqueda de lo sagrado, y hasta los cultos mántricos de la caligrafía y del diseño en la omnipresencia del graffitti contemporáneo.
Parte de todo eso, y todavía impredecible en sus evoluciones, es la reacción alarmada de los jóvenes frente a las amenazas del cambio climático, y la inminente irrupción de una agenda verde que marcará el crecimiento, por primera vez, de movimientos políticos globales.