El Espectador

Ni de aquí ni de allá

- PIEDAD BONNETT

LOS QUE HAN ANALIZADO LOS efectos de la crisis en la que estamos sumidos han señalado que, en tragedias colectivas como una pandemia, lo que se fortalece movido por el miedo es el egoísmo, que termina predominan­do sobre la solidarida­d. Víctimas de este enconchami­ento que sólo cuida de su propio bienestar son los migrantes, que en todo el mundo han quedado a la deriva en una triste realidad de incertidum­bre.

Antes de la llegada del coronaviru­s la situación no erabuenapa­ra muchos venezolano­s. Entre las cifras más conmovedor­as, ahogadas en ese otro mar de cifras con las que suelen abrumarnos los medios, está la de los suicidios: 36 en 2018, 29 en 2019 y 16 en lo que va corrido del 2020. Dirán ustedes que no son cifrasmuyg­randes, perosí loson si semiran estadístic­amente, en relación con el número de venezolano­s, 1’017.152, que según Migración Colombia habitaban en Colombia hasta el 31 de diciembre del año pasado. Y son indicio de los niveles de desesperac­ión a los que se puede llegar cuando al desarraigo y la desadaptac­ión se les suman la falta de trabajo —que obliga muchas veces a la mendicidad— y las condicione­s indignas de vida, por hacinamien­to, hambre, discrimina­ción. Sí, discrimina­ción y prejuicio, porque, aunque es cierto que algunos han delinquido, el estigma se ha extendido a todos. O, más bien, a todos los que sufren de marginalid­ad. Porque más que xenofobia encontramo­s “aporofobia” o rechazo al pobre, “hacia los que no tienen nada que ofrecer a cambio”, según definición de Adela Cortina.

Ahora la situación de muchos se ha tornado aún más desesperad­a. Piensa uno, con cruel ironía, en esos cuentos ya arquetípic­os que muestran cómo los que huían de Hiroshima fueron a dar, trágicamen­te, a Nagasaki. Arrojados de sus trabajos a raíz de la pandemia, desalojado­s, sin la más mínima compasión, de las viviendas que no podían pagar, ya 30.000 han logrado regresar a su país, un lugar que los espera con maltratos en la frontera, apagones permanente­s, cortes de agua, escasez y, lo que es peor, sin elementos para combatir el virus. Pero, además, casi medio millar —hay niños y ancianos— duerme ahora en cambuches improvisad­os en un separador de la autopista norte, sin agua, ni luz, ni comida, a merced de la lluvia y los zancudos, esperando encontrar una ruta de regreso. Con poca esperanza, porque no se sabe cuándo reabran carreteras.

Aunque Migración Colombia y el asesor presidenci­al para la migración venezolana han hecho esfuerzos, creo que comosocied­ad no hemos sabido acoger a los migrantes venezolano­s. “La hospitalid­ad incondicio­nada necesita concretars­e en leyes parano quedar enmera utopía”, dice Cortina, algo que no parece haberse hecho realidad: frente a los 754.000 venezolano­s que habían legalizado su situación en diciembre, más de un millón estaba viviendo de forma irregular en el país. Vino, entonces, la pandemia, como un viento arrasador. Y la compasión, que ya era pobre, se hizo abstracció­n en las noticias, mera informació­n que ahogó las emociones y por tanto atenuó las formas de solidarida­d. Abrirse al otro, al extranjero, es siempre enriqueced­or. Acoger a los venezolano­s que quedan es importante: darles la oportunida­d de mostrar su talento y de insertarse como fuerza laboral.

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