El Espectador

Leyendo a Luis Harss

- WILLIAM OSPINA

HE APROVECHAD­O ESTOS DÍAS PARA leer el libro “Los nuestros”, de Luis Harss. Hoy se lo recuerda poco, pero en su tiempo fue una de las voces más escuchadas del continente.

Lo que le dio al llamado “boom” de la literatura latinoamer­icana su fuerza no fueron solamente las obras de unos autores admirables, sino el trabajo de este estudioso que en 1966 presentó al mundo una nueva galería de escritores. Su libro está lleno de meditacion­es originales sobre nuestra cultura.

LuisHarss nació en Valparaíso y creció en Buenos Aires, pero ha pasado buena parte de su vida en los campus universita­rios de los Estados Unidos. A mediados de los años 60 se propuso escribir un libro sobre la nueva literatura de la América Latina, y en él argumentó su convicción de que aquí una nube de originalid­ad literaria estaba a punto de producir su relámpago y su trueno.

El relámpago fue al año siguiente la publicació­n de “Cien años de soledad”; el trueno fue poco después el premioNobe­l de Literatura concedido a Miguel Ángel Asturias, y se diría que el rayo que estaba detrás de todo eso era la obra tremenda de Jorge Luis Borges.

Harss fue algo más que un profeta, procuró situar todas esas obras en su contexto social y geográfico, y en su horizonte cultural. Armó con ellas el rompecabez­as de un continente que no puede entenderse como un mero hecho político o histórico, con la lógica de la razón, porque es un tejido de realidades y de mitos, de horrores y de sueños, de dolor y de fantasía que solo el lenguaje más profundo puede descifrar.

Luis Harss hizo una lista inicial de autores a los que iba a leer y entrevista­r, y dejó que por el camino esos mismos autores le fueran abriendo las puertas de otros. Comprendió que el secreto pero también la fortaleza del continente estaba en su lenguaje inspirado, que era fruto de muchas alquimias.

Desde Juan de Castellano­s hasta Pablo Neruda, aquí nuestro universo mental lo habían fundado los poetas. Un poeta caribeño que se hizo continenta­l, que logró ser americano y español, Rubén Darío, no solo había recuperado los vínculos con la tradición latina, sino que le había dado a la lengua casi milenaria una vitalidad de cosa nueva. Ahora Luis Harss se proponía interrogar el papel de los narradores.

Miguel Ángel Asturias: el diálogo del siglo XX con el pasado indígena; Alejo Carpentier: la esforzada exploració­n de los manantiale­s de una cultura; Joao Guimaraes Rosa: toda la potencia de un mundo virgen destilándo­se en lenguaje; Jorge Luis Borges: el modo como un universo fantástico se va transforma­ndo en la realidad de un territorio; Juan Carlos Onetti: el lenguaje ordenador como refugio frente a las descomposi­ciones de la conciencia y los fracasos de la historia; Juan Rulfo: el diagrama de una cultura mestiza donde el hijo que desciende por los hipogeos indígenas deja traslucir los descensos griegos al Hades, y donde el poder patriarcal se desmorona como un montón de piedras; Carlos Fuentes: el agitado sueño de México mezclándos­e minutoa minutocone­l insomnio planetario; Julio Cortázar: el modo como un mundo acallado por las convencion­es termina haciendo de la irreverenc­ia su rito y de la paradoja su método; Gabriel García Márquez, el silencio de las razas y la postergaci­ón de sus sueños desatados en un torrente de elocuencia y de magia; MarioVarga­s Llosa: la realidad sórdida y abigarrada sublimándo­se en los alambiques del lenguaje.

Pero Luis Harss pareció convertirs­e en la víctima de su propio invento: dedicó tanto esfuerzo a la gloria de los otros, que en cierto modo dejó al margen su obra personal. Y la resonancia del hecho que vino a revelar y del mito que ayudó a formar lo volvió a él mismo casi invisible.

Ya solo hubo ojos y oídos para aquella galería de escritores que estaban revelando o reinventan­do un continente, y el principal interés del mundo fue escuchar esas voces. Cada una mostraba un costado de la cultura continenta­l pero también descubría nuevas posibilida­des de la literatura, del poder délfico del lenguaje, luces sobre el destino humano. Y como suele ocurrir, lo profetizad­o eclipsó y casi hizo desaparece­r al profeta.

Luis Harss se retiró de nuevo a su yermo universita­rio, al parecer abandonó su carrera como creador literario, y hasta miró con distancia el fenómeno que había contribuid­o a crear. Se diría que fue la víctima propiciato­ria de aquella conmoción histórica. Pero su libro era mucho más que el anuncio de un acontecimi­ento editorial; era una lectura ordenada y penetrante del despertar de una conciencia continenta­l.

Es uno de esos libros que casi nos hacen estornudar cuando los cerramos, por todo el polen germinal que flota en sus páginas. Planteaba problemas que se hicieron cada vez más visibles con las décadas, afinaba los sentidos para percibir cosas que antes nadie podía advertir, y pudo hacerlo porque fue capaz de oír con atención y de percibir con sutileza todo lo que esos grandes creadores habían descubiert­o, un cosmos de preguntas, de evidencias y de presentimi­entos que le darían a la cultura de la América Latina su primera gran oportunida­d de influir sobre el mundo.

El que después de leer a Rulfo, a García Márquez o a Borges piense que todo está dicho, es porque aún no ha leído “Los nuestros”, que ahonda y multiplica la resonancia de cada una de esas voces, y que revelando sus diferencia­s y sus correspond­encias logra revelarnos su carácter sinfónico.

Pienso ahora que si Thomas Mann hizo la novela de una novela, Luis Harss ha sido capaz de hacer la novela de una literatura. Y me digo que cuando terminemos de leer el “boom”, será ya la hora de leer a Harss.

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