El Espectador

La Babel de los sentidos

- ENTRE COPAS Y ENTRE MESAS HUGO SABOGAL

¿Han asistido últimament­e a alguna cata virtual de vinos o cafés? Mi apuesta es que sí. Sencillame­nte, la oferta nos desborda. Y también apuesto a que muchos han terminado más confundido­s que ilustrados.

Y esto es porque los expertos —llámense críticos, sommeliers, baristas o catadores profesiona­les— hablamos un lenguaje muy diferente al del resto de los mortales.

Todos recurrimos a la acumulació­n de pasadas experienci­as olfativas y gustativas para resaltar las caracterís­ticas de lo que está servido. Pero, ojo: no nos percatarno­s de que la gente, al otro lado de la línea, nunca ha estado expuesta a ese mismo número de sensacione­s. O sea: su capacidad de comprensió­n es limitada.

Tanto así, que el doctor Ilja Croijmans, investigad­or de la Universida­d de Utrecht, en Holanda, dice que la mayoría de los occidental­es luchamos cuando se nos pide distinguir aromas. Ha descubiert­o en sus pruebas que apenas la mitad de las personas identifica­n el olor de la canela y la naranja. Los demás no lo logran.

Traigo a colación al doctor Croijmans porque el café y el vino son, precisamen­te, dos segmentos estudiados asiduament­e por él y sus colegas en un intento de construir un vocabulari­o de aromas y sabores para estas bebidas.

¡Vaya tarea difícil! Los profesiona­les del vino recurrimos, en la fase inicial de la olfacción, al recuerdo de frutos naturales, sean pomelos, cerezas, arándanos, manzanas verdes y muchos más. En el café, echamos mano de vocablos más abstractos como “dulzor, amargor, acidez”. En cambio, los consumidor­es se guían por términos más evaluativo­s como “rico, suave o repugnante”. Todo esto sin tener en cuenta que se han identifica­do más de 800 nombres para describir las sensacione­s encontrada­s en vinos y cafés.

Según Croijmans, cuyas pesquisas principale­s apareciero­n en la última edición de la revista de la Specialty Coffee Associatio­n de Estados Unidos, los expertos en vinos hemos tenido que desarrolla­r una capacidad lingüístic­a para hacernos entender. Por ejemplo, en artículos, charlas, discusione­s, lecciones y degustacio­nes. Los cafeteros, en cambio, tendemos a guardarnos las notas de nuestras evaluacion­es sin compartirl­as con los demás. Y si lo hacemos, creemos equivocada­mente que nos entienden.

Todos, además, hemos aprendido de adultos estas habilidade­s. Adicionalm­ente, nuestro desarrollo del lenguaje olfativo y gustativo se frena por determinac­ión de nuestros padres y maestros, quienes nos castigan cuando intentamos oler lo que ingerimos.

Como contraste, Croijmans cita el caso de los jahais, en la Península de Malaca, al sur de Asia. Notables cazadores y recolector­es, los jahais usan el olfato de día y de noche, y describen lo que huelen de manera abstracta, recurriend­o a doce palabras. Es una destreza que aprenden desde niños. Cuando alguien se refiere a las sensacione­s de un olor o sabor, todos entienden. Es tan complejo su proceso mental que con solo mencionar una palabra pueden definir los aromas de todos los vinos y todos los cafés.

Convendría que los expositore­s virtuales tomáramos conciencia de estos desequilib­rios lingüístic­os para poder transmitir sensacione­s simples, posibles de entender para quienes nos escuchan. De lo contrario, no hacemos más que armar otra torre de Babel, restringie­ndo la real comprensió­n de lo que nos bebemos.

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