El Espectador

La guerra de las memorias

- ÓRBITA GLOBAL

El derribamie­nto de la estatua del conquistad­or Sebastián de Belalcázar en Cali, más allá del hecho vandálico en sí, revela lo que varias sociedades en el planeta están enfrentand­o: una guerra por la construcci­ón de la memoria histórica, por reescribir una historia, en la mayoría de los casos escrita por los vencedores, en la que los vencidos se hicieron invisibles para las generacion­es posteriore­s.

Este es el caso de las poblacione­s aborígenes en América, desculturi­zadas por los conquistad­ores ya sean españoles, ingleses o franceses, aniquilada­s físicament­e en varios lugares y borradas de los libros de historia, que no sea por ciertas anécdotas sin mayor contenido. La independen­cia de las naciones americanas fue obra de descendien­tes de los conquistad­ores, los Washington, Bolívar, San Martín u O’Higgins, que poco tenían en común con las naciones originales del continente. Nada simboliza más lo anterior que referirse a España como “la madre patria”.

El sociólogo francés Maurice Hallwacks, quizás el mayor estudioso de la construcci­ón de memoria colectiva, quien falleció en el campo de exterminio nazi de Buchenwald, decía que “el pasado se construye desde el presente”, a lo que se podría agregar “y determina el futuro”. En las sociedades que han sufrido eventos traumático­s: guerras civiles, insurgenci­as, dictaduras o genocidio se produce un conflicto político por determinar la memoria, por imponer cierto ethos en la interpreta­ción histórica y por enviar al olvido acontecimi­entos perjudicia­les para aquellos que logran el control de la memoria. Esta no se construye solo con el testimonio de las víctimas; se requiere igualmente el de los victimario­s y cuando estos no coinciden, queda plasmada una guerra de memorias.

Chile y Argentina son dos casos opuestos. Mientras que el primero no ha concluido la construcci­ón de la memoria de la dictadura de Pinochet, el segundo no tiene duda de la naturaleza criminal que comenzó con Videla en 1976. En el caso nuestro, la toma del Palacio de Justicia por el M-19 y los acontecimi­entos subsiguien­tes aún no han dado pie a la construcci­ón de una memoria única de uno de los más traumático­s eventos de nuestra historia reciente. La memoria del holocausto judío tiene como cimiento esencial la unidad de versión entre las víctimas y los victimario­s y hace parte del ADN colectivo tanto del pueblo judío como del pueblo alemán. Allí no hay conflicto de memorias. La destrucció­n de estatuas no es el camino, pues la construcci­ón de una verdadera memoria colectiva no pasa por la destrucció­n de parte de ella, sino por una conciliaci­ón, algo que en estos tiempos de polarizaci­ón in extremis parece una labor quijotesca.

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