El Espectador

Las pantallas como ventanas

- ANDRÉS HOYOS

ALCANZOARE­CORDAR ENMIYAREmo­ta infancia que la televisión venía en blanco negro y tenía unas pantallas de proporción 4 x 3. Al ir al cine, uno sí veía grandes lienzos sobre los que se proyectaba la película, pero pare de contar. No era como ahora, cuando la superficie rectangula­r de cristal plano se volvió ubicua y va desde la pantalla de un gran televisor hasta la de un teléfono o un reloj. Revisando en Corominas, encuentro que el origen de la palabra pantalla es incierto; viene quizá del catalán. El Diccionari­o de autoridade­s la define así: “Plancha delgada de varias hechuras, que se pone en la vara de los velones o candeleros, que se mueve a todas partes, se baja y se sube, como se quiere, y sirve para ponerla delante de la luz para que haga sombra y no ofenda la vista”. La palabra en su versión original, cercana a mampara, que no ayuda mucho.

Hoy la relación de tamaño más corriente es 16:9, basada en el rectángulo imaginario que desde las épocas de la gran pintura del Renacimien­to se trazaba sobre los dos ojos de cualquiera e imita la mirada panorámica que proyectan en la mente. Piénsese nada más en los paisajes de Patinir y se tendrá una idea de cómo se popularizó ese rectángulo.

Las ventanas de hoy también son más grandes y sirven para aislarnos del frío y del ruido, dejando pasar sobre todo la luz. Dada la transparen­cia, privilegia­n el sentido de la vista. Por definición, el cristal o el vidrio alejan, o sea, enfrían las relaciones, claro, manteniend­o los elementos esenciales. La flores pueden verse bellas en una pantalla, pero ahí no huelen a nada. El sonido que pasa por un micrófono y un parlante también distancia a la gente.

¿A qué viene esto? Bueno, lo primero es que los niños y los jóvenes, empujados más que todo por la pandemia, tienen hoy en una pantalla tantas o más relaciones con personas, fenómenos, juegos y redes sociales de las que tienen en persona. Esta abundancia corre pareja con la menor intensidad. Argumenta alguien cercano que le hubiera sido imposible realizar físicament­e las reuniones virtuales que hizo y que conectaron a gente de una docena de lugares o países, para no hablar de las audiencias potenciale­s de centenares o miles de personas, según se habría podido, y que no cabrían en un teatro. Sin embargo, enfaticemo­s de nuevo que lo que se gana en amplitud se pierde en cercanía e intensidad.

Aquí viene mi visión personal. Para publicar una columna como esta me resulta esencial pasar por una corrección en papel, la cual edito con un lápiz o un bolígrafo y leyendo el texto en voz alta. La pantalla camufla los errores, los desacierto­s.

No todo lo que han traído las pantallas es beneficios­o. En particular para los niños y los adolescent­es, representa­n un peligro pues los ponen en contacto con desconocid­os que salen casi de la nada, contingenc­ia mucho más difícil en la vida real. Claro, el daño final, por así llamarlo, debe consumarse en físico, pese a que también está la circulació­n de fotos vergonzosa­s que implican un claro riesgo de desprestig­io y chantaje. Ya se sabe, el narcisismo desbordado es peligroso, en este caso, las selfis.

De cualquier modo, la creciente virtualida­d del mundo no tiene reversa, de suerte que toca aprender y enseñar a manejar los riesgos derivados de ella. Ojo: cuidado con la piel, las confesione­s y las tarjetas de crédito. Con todas ellas se pueden hacer ochas y panochas en una pantalla.

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