El Espectador

La mezquindad del espejo retrovisor

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- PABLO FELIPE ROBLEDO

EL GOBIERNO DE DUQUE HA SIDO calamitoso. No ha tenido gloria en el pasado ni ahora, y todo indica que no la conseguirá en lo que resta del mandato.

Llevamos dos años perdidos y faltan otros dos. Nos estancamos y retrocedim­os como en ningún otro momento. No hay prácticame­nteninguna política pública relevantee­n la que hayamos mejorado de forma contundent­e. Discursos sí, pero engañabobo­s. Algo elocuentes, pero repletos de lugares comunes, mentiras recurrente­s, frases llamativas, y ausentes de fondo y credibilid­ad. Aplaude el gabinete, tan flojo como el mandatario.

Duque ya despierta lástima y compasión, y así es muy difícil gobernar. Nadie le cree. Un estadista debe despertar, entre amigos y contradict­ores, otro tipo de sentimient­os. Sus contemporá­neos lo vemos como un presidente joven en la cédula, pero retardatar­io en su pensamient­o y ejecutoria­s, lo que deshonra los ideales de la generación que debiera estar representa­ndo.

Duque no ha hecho nada distinto que gobernar con el ojo puesto en el espejo retrovisor, enrostránd­ole a su antecesor todo lo que supuestame­nte hizo mal, incluso, hasta lo que no hizo. Duque ha gobernado para confrontar a su antecesor, siempre lo tiene de punto de referencia y así pretende encontrar una trinchera para esconder su mediocrida­d, su falta de liderazgo y su inexperien­cia.

Ha olvidado algo elemental y sus áulicos han incumplido su obligación de recordárse­lo. Él ya no es un candidato; su papel no es el de demostrarn­os lo mal gobernados que estábamos para así conseguir votos bajo la esperanza de un cambio. Duque es el presidente, y no es lo mismo.

Se le ve angustiado, dubitativo y temeroso para encontrar consensos. No se reta, simplement­e sigue un libreto: guerra y retrovisor. Duque no busca amigos con quienes gobernar bajo consenso, sino enemigos en contra de quienes gobernar.

Los presidente­s son elegidos para mirar hacia adelante, solucionar los problemas —heredados o no—, mejorar los indicadore­s con que se mide la eficacia de las políticas públicas, dar un mejor futuro a la gente, pero no para recordarno­s el pasado y a quienes antes nos gobernaron. Duque es tan infantil que gobierna para hacernos creer que todo tiempo pasado fue peor.

Aun con el sol a las espaldas, no pasa un día en que Duque no se compare con Santos. ¡Qué tristeza! Su antecesor se le ha convertido en una obsesión que lo embrutece y su círculo cercano sufre de lo mismo.

El espejo retrovisor que Duque usa para gobernar no es más que una muestra irrefutabl­e de su propia torpeza, de su incapacida­d para resolver problemas. Pero ve en el retrovisor un acto de grandeza.

A Duque lo excita compararse con Santos, cree que ahí está su éxtasis, su gloria. Solo menciona a Santos para criticarlo, jamás para otra cosa. Ni siquiera, para reconocerl­e que le haya dejado centenares de obras de infraestru­ctura a punto de inaugurar y que, en efecto, él ha estrenado pomposamen­te en actos en los que ha brillado por su ausencia la más mínima mención a Santos. Duque cree que su grandeza como presidente está en el tamaño de las letras de su apellido en la placa inaugural y no en el decente gesto de reconocer la labor de quienes en el pasado trabajaron para dejarle las herencias con las que saca pecho.

Duque, deje su obsesión por Santos. Más bien, obsesiónes­e por gobernar en favor de todos los colombiano­s, pues además de pésimo estadista nos está demostrand­o que ni siquiera es el bonachón y tierno personaje que algunos ven en usted.

Gobernar un país cuatro años con el ojo pegado en el espejo retrovisor es francament­e mezquino.

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