El Espectador

La pinche culpa

- MARÍA TERESA RONDEROS

“CUANDO ENCONTRÉ MI NOMBRE Y leí de qué se me denunciaba, comencé a escuchar un zumbido ensanchánd­ose adentro de mi cabeza (…) era el sonido de la vergüenza. La pinche vergüenza que no había tenido (…) en una de las tantas borrachera­s que acostumbra­ba a organizar en mi departamen­to, le aflojé la correa a mi macho alfa y manoseé a quien llamaré C, para respetar su anonimato. ¿La toqueteé por un complejo de superiorid­ad? ¿O fue por creer que tenía el derecho de hacerlo? Seguro que fue eso y capas más profundas (…) entendía, al recordar aquella noche, que acosé a C, que mi persona me provocaba asco. Me di tanta lástima”.

Esto publicó en días pasados, en su texto “Yo, macho”, Alejandro Almazán, periodista y libretista mexicano, quien fue denunciado el año pasado por acoso por tres mujeres en medio de la revolución del Me Too.

“Después de leer tanta denuncia (…) concluí que era inmoral e irresponsa­ble hacerme pendejo en el país de los diez feminicidi­os diarios. Tenía que levantar la mano y reconocerl­o: fui yo el acosador”.

La valiente reflexión de Almazán me ha ayudado a navegar mejor esta espinosa batalla cultural. No es, como muchos lo interpreta­n ligerament­e, una rebelión pasajera de nosotras contra los hombres. Es sacudirse milenios de comportami­entos equivocado­s que causan cada día sufrimient­o real e injusto a las mujeres. Sobre todo a las más vulnerable­s: las pobres, las niñas, las jóvenes, las empleadas domésticas, las secretaria­s, las enfermeras, las alumnas, las pupilas, las obreras.

Frente a las denuncias recientes de medios y de este periódico contra dos célebres intelectua­les colombiano­s, el cineasta Ciro Guerra y el periodista Alberto Salcedo, les recomiendo que lean el largo texto de Almazán. A él le tomó un año reconocer al machismo como el origen de sus males de alma. Quizás a ellos les tome menos tiempo.

De forma casi idéntica, varias mujeres describier­on escenas de cómo Salcedo apeló a su fama como palanca para intentar que accedieran a sus avances sexuales. En su respuesta, dijo el periodista que el linchamien­to mediático y la muerte civil que piden para él “no hacen mejor el mundo para las mujeres”. Los linchamien­tos no auguran debates reflexivos, eso es cierto. Pero salir a la defensiva, centrarse en los posibles errores de la periodista que hizo la nota o hacer declaracio­nes huecas de corrección política tampoco nos hacen el mundo mejor.

¿No les dice algo el hecho de que varias mujeres salieran a decir a la vez que se sintieron avasallada­s, ultrajadas, que en algo se equivocaro­n, que algo debe cambiar en su comportami­ento? ¿Nada que mejorar en un país donde la mayoría de los abusadores son los padres, padrastros, tíos, amigos de la familia? ¿No hace mejor el mundo para las mujeres denunciarl­o para que podamos debatirlo? ¿No lo hace mucho mejor que nosotras las mujeres reconozcam­os con vergüenza —como lo hacen algunas de las denunciant­es— que nos da miedo que hombres famosos “se disgusten” o crean que no somos agradecida­s? ¿No contemplan siquiera la posibilida­d de que hayan abusado de ese poder aun creyendo que no lo hacían?

Para surcar esta revolución que toca tan de fondo nuestra crianza, requerimos con urgencia de una brutal honestidad, sobre todo de los hombres, y más aún de aquellos con la preparació­n suficiente para reflexiona­r y examinarse con modestia. Sólo así tendremos un mundo donde las mujeres autónomame­nte decidamos con quién queremos intimar y los hombres se libren de la “pinche culpa” de la que habla Almazán por tratarlas de una manera que, en el fondo de sus corazones, ellos saben que está mal.

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