El Espectador

Con el diablo en el cuerpo

- SORAYDA PEGUERO ISAAC

EL CURA QUERÍA COMPROBAR LOS avances del coro de San Pedrito. Para hablarle de su grupo de niños cantores, el director musical había usado palabrasco­mo“magnífico” y“primoroso”. Esa tarde se detuvo a supervisar el ensayo. “¿De quién es esa niña?”, preguntó. Se refería a Lupe Yolí, la hija de Paula y Tirso, que tenía los incisivos de arriba separados y cantaba con desgarro de mujer herida. “¿Qué le pasa a esa criatura? ¿Qué manera de moverse es esa?”. El director agotó todos sus recursos. Trató de recordarle al cura que los caminos del Señor son insondable­s. Ahí estaba la prueba: un espíritu encendido por una llama de ardiente devoción cristiana. De nada sirvió. Lupe Yolí fue expulsada del coro de la iglesia de San Pedrito.

La pluma de Rafael Casalins la consagró como La Lupe. El periodista le dijo a su amigo Guillermo Cabrera Infante: “Debes ir a La Red. Hay algo allí”. Cabrera Infante se dirigió una noche al cabaret del barrio de El Vedado, en La Habana. Ambiente decorado con redes y motivos del fondo marino. El lugar se le antojó muy pequeño, como esas cajas de música en las que gira hasta el agotamient­o la frágil figurita de una bailarina.

“De pronto, desprendid­a de un ala –escribió Cabrera Infante–, salía una mulata que daba la impresión de ser a la vez fornida y delicada (según se mirara a las grandes tetas o a los gráciles brazos) cantando, interpreta­ndo (ese es el verbo adecuado) Con el diablo en el cuerpo, un calipso deAdolfo Guzmán, compositor de finas fruslerías. Pero se convertía de pronto en un temblor demente, en una incursión trepidante, en un verdadero ataque. La cantante misma parecía poseída por el demonio del ritmo y su miedo escénico se convertía en una forma de terror”. Era Lupe Yolí. Expulsada del coro de San Pedrito por llevar en el cuerpo algo que no tenía nombre o que no debía ser nombrado.

Su público habanero se entregaba sumisament­e a una atracción magnética, casi morbosa. Una fascinació­n que ella les arrebató con su exilio. Primero, México. Después Miami y, finalmente, el escenario de todo su dolor y toda su gloria: Nueva York. 1964 quedaría marcado como el año del blanco velo y los collares. Un “vente conmigo”, susurrado al oído de él, fue suficiente. La Lupe se casó por segunda vez con William García, un atractivo y joven cantante cubano. Ese mismo año inclinó su cabeza para recibir los collares que representa­ban su lealtad ante los dioses del PanteónYor­uba. Era el comienzo de un largo camino de ritos. Hasta su bautizo como Ocanto Mi, coronada Oshúm, hija de Elegguá.

“Una de las cantantes más salvajes de la historia”, anunciaba un cartel del Carnegie Hall. Una medalla de laVirgen de la Caridad del Cobre resplandec­iendo sobre su pecho. Mucho oro. Champán y abrigos de visón. Decenas de pelucas que acababan en el suelo del escenario. Los pies siempre descalzos. Y después la ruina. El fuego que todo lo devora. Una nueva búsqueda. La resurrecci­ón. ¿Quién es esa que no se puede dejar de mirar? La tirana. La que jadea con los tambores de Mongo Santamaría. La que se baña con miel y flores blancas. Habitada por una furia que se desata toda, que se muerde los labios y se suelta el moño, “literal y metafórica­mente”, dijo Cabrera Infante. La que pidió descansar en una tumba sin nombre. Exótico ejemplar de las Antillas, que sufría los embates de este mundo y conocía los misterios del otro lado.

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