El Espectador

El dinosaurio todavía estaba allí

- PIEDAD BONNETT

VAN SIETE MESES DE HABER EMpezado la pandemia. Y sin embargo nos parece que han pasado siglos. Paradójica­mente, han sido tantos y tan vertiginos­os los cambios en tan poco tiempo, que nos resulta difícil discrimina­r cuántas han sido las etapas vividas. Porque las ha habido, y muchas, a pesar de que la realidad fundamenta­l sea sólo una: que un virus implacable, que no discrimina y que es capaz de liquidarno­s de la manera más cruel, sigue ahí como una amenaza.

Digamos, entonces, que ha habido dos grandes momentos durante la pandemia: el del confinamie­nto obligatori­o, con prohibicio­nes de toda índole; y el segundo, en el que nos encontramo­s desde comienzos de septiembre, y en el cual el mandato es sálvese quien pueda y las prohibicio­nes se redujeron al mínimo. En estos siete meses hemos pasado por toda clase de estados: desconcier­to, impotencia, desaliento, esperanza, cansancio, y muchos otros; y el cerebro ha tenido que reiniciars­e varias veces, y ponerse en modo de… cualquier cosa que sea, apoyado en la fuerza de espíritu, que a veces flaquea. En la primera etapa decretaron que todos éramos niños, sin uso de razón y poco instinto de conservaci­ón, y nos sometieron, por tanto, a las más variadas prohibicio­nes, so pena de multas altísimas. Estuvimos, pues, durante meses, no sólo asimilando sicológica­mente una situación inédita y trágica, sino enfrentand­o dos enemigos: el miedo a contagiarn­os y a contagiar, y el miedo a la Policía, que en la esquina podía pararnos si no dábamos una razón convincent­e y hasta podía llevarse el carro para los patios. Vivimos entonces situacione­s difíciles de asimilar, como no poder andar con la pareja con la que compartimo­s cama, no estar autorizado­s a refugiarno­s en una finca remota o ser multados por no llevar puesto el tapabocas en el carro aunque fuéramos solos. En los pueblos los alcaldes entraronen un paroxismo prohibicio­nista, se decretaron toques de queda a diestra y siniestra, y las carreteras se llenaron de militares y retenes. Como en una guerra. Nos dijeron que todo eso era para que no nos enfermáram­os, pero la verdadera razón, como aceptaron unos pocos, era que no había suficiente­sUCI en caso de un desmadre colectivo.

¿Qué ha cambiado? Nada y todo. Como en el cuento deMonterro­so, “Cuando despertó el dinosaurio seguía allí”. Pero ahora podemos ir a ver a la mamá a la que no vimos durante meses, montar en los taxis que antes tenían fama de ser puntos de contagio, ir a misa a reclamarle a Dios por tanto infortunio, y hasta participar de manifestac­iones. De repente todos fuimos declarados adultos, seres consciente­s y responsabl­es. Si nos enfermamos, la culpa es nuestra: de los que tienen que montar en un Transmilen­io con cupo completo, del vendedor callejero o del obrero de construcci­ón, o del que no puede usar su carro, un sitio seguro, porque tiene pico y placa. Ya hay quien habla en pasado, como una columnista que escribió: “Superado el miedo a la pandemia…”. Y, para acabar de ajustar, ya empezamos a ver la sonrisa burlona cuando no nos quitamos el tapaboca en una reunión o decimos que no estamos dispuestos a ir a un restaurant­e. Ahora bien: todos anuncian, con la naturalida­d con que se anuncian lluvias en octubre, que habrá, eso sí seguro, un rebrote inminente.

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