El Espectador

Debate, primera imagen de la enfermedad

- ÁLVARO FORERO TASCÓN

HASTA EL DEBATE PRESIDENCI­AL entre Donald Trump y Joe Biden no se tenía una imagen diagnóstic­a de la enfermedad.

Se sabe desde hace unos años que la democracia en Occidente está enferma. Se tiene un diagnóstic­o preliminar de lo que la aqueja, pero como la enfermedad está en sus etapas iniciales, no se sabe su grado de letalidad. Es un virus y como sucede con los nuevos virus, se tiende a subestimar su gravedad.

Lo más cercano a un nombre es iliberalis­mo, pero solo denomina el síndrome, como el SARS. Es una nueva versión, mucho más contagiosa gracias al Internet y las redes sociales. Y afecta a un nuevo grupo de personas, a la derecha del espectro político, mientras que el virus anterior estaba dirigido hacia la izquierda. Nació en el hemisferio sur, pero ya se expandió por el mundo. Podría denominars­e populismo 2.0, porque aunque en esencia es viejo invento latinoamer­icano, ha desarrolla­do nuevos elementos que le permitiero­n adaptarse a otros climas y organismos institucio­nalmente más sofisticad­os.

Existen varias versiones del virus, lo que hace difícil diferencia­rlo. La más conocida es la económica, producto de promesas y políticas económicas irresponsa­bles. La que está extendiénd­ose es la que divide entre el pueblo y un enemigo, que puede ser el terrorismo o una minoría. Se diferencia del fascismo en que éste es enemigo de la democracia, mientras que el populismo 2.0 necesita la democracia para entrar, y una vez adentro la va minando hasta destruirla.

La enfermedad se ha subestimad­o por dos razones. Promueve los intereses conservado­res tradiciona­les y por ende logra el apoyo del establecim­iento, y aún no ha desarrolla­do su fase autoritari­a. Eso ha hecho que se camufle y que se menospreci­en sus posibles efectos letales para la democracia. Se mira como un un fenómeno temporal, manejable con los instrument­os institucio­nales.

Es posible que el debate presidenci­al estadounid­ense haya producido un cambio, haya sonado las alertas. Había muchas pruebas de laboratori­o que detectaban el virus, pero faltaba una imagen, una ecografía que permitiera ver la fiereza del problema y sus caracterís­ticas juntas. El presidente estadounid­ense rompió todas las reglas, cuando una democracia se basa en el respeto de reglas. Amenazó con no respetar el resultado de las elecciones, promovió grupos de choque, no reconoció la legitimida­d del contrario, buscó generar miedo y rabia. Mostró que su objetivo es satisfacer sus intereses personales sin importar las normas morales y legales. El mundo vio un aviso de que el virus está a punto de mutar hacia el autoritari­smo abierto.

Algunos siguieron menospreci­ando los peligros, empezando por Joe Biden, que tomó el camino del apaciguami­ento y en pleno debate desestimó las amenazas de fraude e insistió en que las institucio­nes resisten. Otros recordaron que durante años no se tomaron en serio las amenazas de Hugo Chávez, y cómo, una vez pasó los límites, no hubo retorno. Y otros se complacier­on, los que dudan de las bondades de la democracia y añoran el modelo chino de autocracia capitalist­a.

Colombia ha sido un laboratori­o de la enfermedad, al punto que ya hizo metástasis: además del populismo de derecha, ahora tenemos también el de izquierda.

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