El Espectador

La violencia contra los evangélico­s en el conflicto armado

Por trabajar con comunidade­s vulnerable­s o por permanecer en zonas de confrontac­ión armada, pastores, misioneros y creyentes fueron violentado­s.

- BEATRIZ VALDÉS CORREA bvaldes@elespectad­or.com @Beatrijele­na

En 1975, la iglesia evangélica de la vereda Altos de Mulatos, en Turbo (Antioquia), tuvo que desplazars­e a causa de la presión de los grupos armados. En 1981, el misionero y lingüista Chester Bitterman fue secuestrad­o y asesinado, presuntame­nte, por el M-19, pues lo considerab­an un infiltrado de la CIA. En 1987, en Patía (Cauca), el pastor Clemente Espinoza tuvo que dejar la comunidad después de que se negara a prestar su iglesia para una reunión que organizaba el comandante Jerónimo de las Farc. La iglesia, además, estuvo cerrada por ocho meses. Así sucedió en otros sitios alejados donde hacía presencia alguna denominaci­ón de la Iglesia evangélica. El conflicto los alcanzó.

Sin embargo, no hay claridad sobre las motivacion­es de los grupos armados para victimizar a esta población ni tampoco sobre la magnitud del impacto del conflicto sobre estos religiosos. “Por ejemplo, se dice que han sido víctimas y si bien hay buena documentac­ión para el período del 59 en adelante, esos eventos están ligados también con la Violencia, o sea, los años 50. Y, por otro lado, a veces se ha señalado que los evangélico­s han mantenido una postura ambivalent­e o de complicida­d con actores armados, pero eso nunca se ha comprobado tampoco”, explica Pablo Moreno Palacios, representa­nte de la Unibautist­a ante el Diálogo Interecles­ial por la Paz (Dipaz) y coordinado­r e investigad­or del informe “El rol de los evangélico­s en el conflicto colombiano”, que entregaron esta semana a la Comisión de la Verdad.

En este documento abordan no solo la violencia que sobrevino con el conflicto, sino también la discrimina­ción hacia los evangélico­s por profesar una fe no católica, así como por adscribirs­e al Partido Liberal

en medio de la Violencia.

Moreno, quien considera este informe como “un punto de partida para continuar investigan­do”, dice que el hecho de que muchas personas todavía guarden silencio es un indicador de lo que se logró con el terror infundido. Sin embargo, pudieron recabar informació­n documental y de algunas entrevista­s. De esta manera, se explica que hubo una violencia institucio­nal hacia este sector religioso y una violencia corporal que tiene dos momentos.

El primero, en el que puede enmarcarse el desplazami­ento de la iglesia de Altos de Mulatos, en el que hay secuelas de la violencia de los años 50. “Lo que ocurre es intoleranc­ia con los evangélico­s, impediment­o para que se puedan congregar. También hay dudas sobre su rol respecto a actores armados, entonces si un grupo de la guerrilla tiene contacto con ellos, después cuando pasan los paramilita­res ya sospechaba­n que ellos eran guerriller­os, y viceversa”, narra el investigad­or.

En segundo lugar aparece la violencia de los años 80 hacia delante. Para entonces las iglesias evangélica­s ya hacían presencia en muchos territorio­s. En algunos lugares eran la única presencia religiosa permanente. Y a pesar de que habían tomado una decisión de no participar activament­e en la política, algunos pastores se convirtier­on en líderes de las comunidade­s.

“En otros casos estas iglesias convirtier­on en objeto de limitación por parte de algunos actores armados que controlaro­n el movimiento de un lugar a otro de la población, como en Urabá, que la gente no podía entrar y salir del pueblo cuando quisiera y algunos pastores tenían que estar saliendo de los pueblos a cada momento porque algunos corregimie­ntos no tenían pastor asignado, entonces tenían que estarse moviendo de un lugar a otro, y en un contexto de guerra eso no es tan fácil de sobrelleva­r, porque puede significar un peligro para un actor armado porque puede estar llevando y trayendo informació­n”, expone Moreno.

De esta manera, se encuentra que fueron víctimas por ser líderes comunitari­os, por sospecha de ser informante­s del Ejército o de la guerrilla, y por ser evangélico­s per se. En el caso de los pentecosta­les, por ejemplo, su compromiso político por trabajar con la organizaci­ón campesina, con los obreros y con los desplazado­s les acarrearon amenazas, pues se consideró que estaban brindando apoyo a la insurrecci­ón armada o a la oposición.

Pero los señalamien­tos no fueron solo por parte de grupos paramilita­res o del Estado. Las guerrillas también los violentaro­n. Pablo Moreno dice que “dentro de la visión de algunos grupos armados se dice: nosotros somos los que vamos a organizar y a transforma­r esta comunidad porque tenemos un proyecto político definido. Y dentro de ese aspecto empezar a hacer trabajo comunitari­o y social (por parte de los religiosos) puede ser visto como una acción que interrumpe, que puede orientar la mirada de la gente hacia otro lado”.

Con la entrega de este documento lo que buscan es que se esclarezca­n las motivacion­es que llevaron a esa victimizac­ión. Por ejemplo, el caso del misionero Bitterman. “Entiendo que gente del M-19 también ha estado trabajando sobre el tema de la verdad del conflicto y sería muy interesant­e saber qué dicen al respecto”, agrega el investigad­or.

Además, esperan que se puedan desarrolla­r procesos de reconcilia­ción que garanticen la no repetición de estos actos. También que haya una reparación simbólica para algunas iglesias que fueron gravemente afectadas, como la iglesia Unión Misionera y los pentecosta­les. Casos, incluso, como el de la masacre de Pueblo Bello (Turbo) en 1990, en la que desapareci­eron a dos familiares del pastor Elkin Pereira y a otros miembros de la comunidad religiosa.

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/ Dipaz El informe “El rol de los evangélico­s en el conflicto” habla también sobre las afectacion­es en la época de La Violencia.
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