El Espectador

Íngrid y Farc: el camino es la verdad

- CRISTINA DE LA TORRE

POCOS TESTIMONIO­S HABRÁN CONmociona­do el alma de los colombiano­s como el de Íngrid Betancourt sobre su secuestro de casi siete años por las Farc. Y pocas revelacion­es habrán sacudido tanto al país como esta de que la cúpula de aquella exguerrill­a se asume responsabl­e de los asesinatos de Álvaro Gómez, el excomision­ado de paz Jesús Antonio Bejarano y el General Landazábal. Si la mentira –había dicho Íngrid- es el escudo de los poderosos y de los violentos para escribir la historia oficial, la verdad es el camino de la paz. No bien concluyó su exposición ante la Comisión de la Verdad, cuando el secretaria­do del nuevo partido reconoció su crimen y le pidió perdón. Tres días después, se comprometi­ó aquel con la JEP a ofrecer verdad, esclarecer los hechos y asumir de antemano su responsabi­lidad en el homicidio del dirigente conservado­r. Si así fuere, estarían las Farc provocando un huracán en el país que parecía precipitar­se al abismo del autoritari­smo y la violencia: un paso de gigante hacia la conquista de la verdad y de la paz.

Las víctimas merecen la verdad. Y también cantan la suya, hasta generar resultados inesperado­s. Para Íngrid, el secuestro es un asesinato, una muerte lenta sin fecha de vencimient­o. No termina con la liberación, pues expropia la identidad, descuartiz­a la dignidad, anula al ser humano y cambia la genética del que fue para trocarlo en otro. El peso del secuestro en el secuestrad­o es invencible: lo arroja al vacío donde él se pierde, olvida quién es y después luchará toda la vida por recomponer su ser. El daño es irreparabl­e. El secuestro es el peor de los crímenes porque los incluye a todos y para siempre.

Y un sufrimient­o se erige por encima de todos los demás: la mentira. La mentira para maquillar los hechos y la mentira por omisión. La que oculta el nombre de los homicidas y condena a miles de familias a la desesperac­ión en su estéril búsqueda de responsabl­es.

En su emplazamie­nto a las Farc, señalaba Íngrid que la aproximaci­ón a la conciencia de lo hecho, de lo injustific­able, pasaba por la negación. Mas todos los abusos legitimado­s en la ficción de la lucha por el pueblo se derrumbaba­n ante la incapacida­d para reconocer siquiera la propia verdad. Y el miedo, ay, el miedo de las Farc a bajarse de un pedestal confeccion­ado de falsos heroísmos, pues esa guerrilla llevaba décadas controland­o su mundo, imponiendo su ley, contando la historia como ella la quería contar. Ahora podía también mostrarse como el héroe generoso que concede la paz.

Enhorabuen­a, agregaría, si también ellos hacen el recorrido que a todos se nos impone: escoger quiénes quieren ser en el espacio de país que se ha creado con la paz. Si tienen el coraje para mirarse de frente, sin darse justificac­iones, para mirar con asco lo hecho y no querer repetirlo. Arrepentir­se. Acercarse con humildad, con dulzura de corazón a los colombiano­s. Sólo cuando ellos puedan llorar con nosotros se derrumbará­n todos los muros que se les interponen. Y se abrirá un verdadero horizonte de paz.

Su admonición pareció precipitar una decisión largamente madurada que sorprendió al país: reconocers­e autores de los homicidios señalados. Escribiero­n en su misiva a la JEP: “Honrando nuestro compromiso con la construcci­ón de una sociedad más justa fundada sobre los cimientos de la verdad, hemos decidido esclarecer los hechos y las razones del homicidio de Álvaro Gómez Hurtado”. Colombia espera que honren su palabra.

Que honren la verdad todos los actores de la guerra: el Eln, la verdad de sus secuestros; los paras, la verdad de sus masacres; comandante­s de brigada del Ejército, la verdad sobre los “falsos positivos”. Y los empresario­s que financiaro­n a paramilita­res para lucrarse de la guerra, ¿qué dirán? Cristinade­latorre.com.co

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