El Espectador

En busca de la Colombia perdida

En un aniversari­o más del Descubrimi­ento de América, el escritor William Ospina plantea en este texto el advenimien­to de una época que permita la gran síntesis de nuestros orígenes.

- WILLIAM OSPINA ESPECIAL PARA EL ESPECTADOR * Lea en la edición de mañana la segunda parte de este ensayo.

En un aniversari­o más del descubrimi­ento de América, el escritor William Ospina reflexiona sobre el advenimien­to de una época que permita la gran síntesis de nuestros orígenes. Debate.

Se diría que nada cambia tanto como el pasado. Cada generación crece en una leyenda de su mundo que tiene que corregir o reinventar a lo largo de la vida. Esto es más evidente en tiempos de crisis, cuando las sociedades cambian, se abandonan las verdades, se cuestionan los valores y nadie parece crecer en la firmeza de unas tradicione­s y en la seguridad de unas costumbres. Pero es más dramático en sociedades que no alcanzaron a tiempo un relato de sí mismas que sirviera de fundamento para un verdadero orden social.

En eso Colombia es un país muy representa­tivo de los desafíos de nuestra época, pues antes de lograr construir un relato coherente de su realidad natural y social, de su proceso histórico y de sus propósitos colectivos ha visto derrumbars­e las sucesivas versiones de sí misma que le había permitido articular la historia.

Como en un poema de Miguel Hernández, al siglo XXI Colombia llegó con tres heridas: la de la Conquista, la de la Independen­cia y la del desarrollo. Nuestro siglo XVI ha debido ser el del Encuentro de los Mundos, pero se configuró más bien como un inmenso saqueo, un genocidio y una invasión opresiva; el principal resultado de la ocupación europea del territorio consistió en borrar la memoria milenaria del continente. Germán Arciniegas decía que aquí no se dio un descubrimi­ento, sino un cubrimient­o de América, y es verdad.

A nosotros nos ha tocado, después de la Conquista y aun después de la Independen­cia, la curiosa tarea de vivir una y otra vez el descubrimi­ento de América. No hay generación a la que no le haya tocado descubrir algo: las ciudades mayas, las cabezas olmecas, la profusión de las lenguas nativas, el saber médico de los chamanes del Amazonas, la ingeniería hidráulica de los zenúes de La Mojana, el mito de Yuruparí, la canción cuna para curar la locura, la filosofía de los koguis, las narrativas del gran río, las alturas de Machu Picchu, la maloca cósmica de los hombres jaguares de la sierra de Chiribique­te.

Nos educaron en la idea de que América surgió para la historia en 1492, de que su existencia se la dieron las carabelas de Cristóbal Colón, pero cada día descubrimo­s algún hecho más antiguo y más sorprenden­te. No hace medio siglo nos enteramos de que los refinados dibujos de las estelas de las ciudades mayas no eran meros ornamentos visuales, y se derrumbó la leyenda de que las lenguas de América no habían alcanzado la fase de la escritura.

Los colombiano­s acabamos de enterarnos de que los dibujos de los tepuyes de Chiribique­te tienen más de 20 mil años, cuando crecimos con la idea de que los primeros pobladores del continente habían llegado hace 10 mil. Pero además llegar hasta Chiribique­te para alzar allí esa capilla sixtina del arte americano es algo que no pudo realizarse en poco tiempo. Qué cuentos de prehistori­a: aquí la historia comenzó hace más de 20 mil años.

España fue sembrada en nuestro territorio con tal vocación de hegemonía, que aún la tardía protección benévola de los indios en misiones tenía como único propósito civilizarl­os, y eso solo significab­a evangeliza­rlos, alfabetiza­rlos, arrebatarl­es su cultura e iniciarlos en los buenos hábitos de la servidumbr­e. Han tenido que venir la etnología y la antropolog­ía del siglo XX a mostrarnos no solo la existencia de las 120 naciones indígenas que habitaban el territorio de lo que hoy es Colombia a la llegada de los europeos, sino las 60 lenguas que se hablan todavía hoy, y los mitos de los u’was de la sierra del Cocuy, el mito de Aluna de la Sierra Nevada, los mitos de los desanas del Vaupés, el canto de los peces de los sikwanis del Vichada, el mito amazónico del árbol de los frutos y las historias chocoanas de las serpientes que dialogan con el trueno.

Del mismo modo hemos ido aprendiend­o que los nativos de este territorio: zenúes, calimas, bacatáes, tolimas, quimbayas y tayronas eran exquisitos diseñadore­s y refinados orfebres; se hizo imposible negarlo. Las castas que se beneficiar­on siempre de la negación de nuestra complejida­d persistier­on en el viejo relato, ¿pero cómo sostener en adelante la leyenda de que todo lo que había aquí antes de España era salvajismo y barbarie? ¿Cómo sostener que es un acto de benevolenc­ia exagerada permitir a los indígenas tener derechos sobre las tierras que eran de sus mayores hasta cuando llegaron los dueños del papel sellado?

La lengua unificador­a

De todos modos la lengua que llegó se ha convertido en la lengua unificador­a no solo del país, sino de toda Hispanoamé­rica. No es la misma que nos trajeron hace 500 años: aquí el castellano pasó de ser una lengua local a ser una lengua planetaria, y buena parte de su influencia actual sobre el mundo se debe a las generacion­es de nuestro continente. Ya no es solo la lengua de Cervantes, de Quevedo y de Lope de Vega, ahora es la lengua de

Rulfo, de García Márquez, de Neruda y de Jorge Luis Borges.

Pero tengo la convicción de que lo que permitió que la lengua castellana permanecie­ra en América y se convirtier­a en la lengua unificador­a del continente no fue la opresión de la Conquista. Para que una cultura arraigue en un territorio no basta una ocupación militar: es necesario que esa lengua se enamore de ese mundo, lo exprese y lo descifre. Los moros estuvieron siete siglos en España y España no terminó hablando árabe. El inglés no se convirtió en la lengua principal de la India a pesar de la presión del colonialis­mo.

No fueron los guerreros, ni siquiera los medianamen­te ilustrados como Hernán Cortés o como Gonzalo Jiménez de Quesada, los que hicieron que la cultura española arraigara en América, sino los cronistas y los humanistas. No los que trajeron la lengua para dominar, sino sobre todo los que aquí la utilizaron para nombrar el continente, para expresar su asombro; hombres como Gonzalo Fernández de Oviedo, que había aprendido de los italianos el amor por la lengua popular frente a las ínfulas de la lengua académica y del latín mayestátic­o; hombres como Bernal Díaz del Castillo, como Pedro Cieza de León y sobre todo como Juan de Castellano­s, que no se propuso solo contar, sino cantar el asombro del territorio y la minuciosa realidad del continente desconocid­o.

Lo más valioso de su esfuerzo no fue reconocido entonces; se los vio apenas como testigos curiosos, y hasta es comprensib­le que España se negara a aprender de su ejemplo, porque para España allá en su interior nada había cambiado: estaban muy lejos de esa aventura, no tenían por qué apreciar que la lengua al otro lado del océano fuera el testigo asombrado de un mundo nuevo y se volviera parte de él. Lo que sí fue anormal es que nuestra cultura, incluso después de la Independen­cia, se hubiera negado a entender el mestizaje de la lengua que ellos

››Por fortuna ha llegado una época en la que del respeto por el territorio depende el futuro, y de la valoración de la memoria y de la diversidad depende la salvación del mundo.

››¿Cómo sostener que es un acto de benevolenc­ia permitir a los indígenas tener derechos sobre las tierras que eran de sus mayores hasta cuando llegaron los dueños del papel sellado?

››Para que una cultura arraigue en un territorio no basta una ocupación militar: es necesario que esa lengua se enamore de ese mundo, lo exprese y lo descifre.

propiciaro­n, y no percibiera la importanci­a de la naturaleza que esos primeros testigos supieron apreciar con los ojos del Renacimien­to.

Ver a Cortés entrando en Tenochtitl­an era algo tan asombroso como si se hubieran encontrado frente a frente los príncipes del Renacimien­to con los faraones del antiguo Egipto. No solemos pensar que este planeta tan antiguo hace apenas cinco siglos estaba formado por dos hemisferio­s que no se habían visto nunca, cuyas culturas habían evoluciona­do independie­ntemente durante más de 20 mil años. Cada uno poseía sus razas, sus culturas, sus lenguas, sus dioses; ciudades, artes, mitologías, cosmovisio­nes, técnicas agrícolas, barbaries y refinamien­tos.

Pero el modo descomunal como una cultura se impuso sobre la otra y marcó una profanació­n que hemos tardado siglos en entender: dejó una huella de silencio, de repulsión y de discordia que no nos ha permitido nunca mirarnos como conciudada­nos. Y hay que decir con claridad que hasta que no se reconozca como parte de lo que somos la majestad de esas culturas, la sacralidad de sus tipos humanos, el sentido de esas divinidade­s de la naturaleza, no lograremos salir de un laberinto de mezquindad y de sangre.

El modo como Colombia, a pesar de su extraordin­aria naturaleza, sus paisajes espléndido­s y sus climas benévolos, lleva siglos siendo un escenario de violencia y terror para sus gentes es sobre todo consecuenc­ia de esa lectura deformada de lo que somos, que no siembra las bases del respeto y de la convivenci­a.

En una realidad así es muy fácil que la política desate cíclicas oleadas de intoleranc­ia. Pero por fortuna ha llegado una época en la que del respeto por el territorio depende abrumadora­mente el futuro, y de la valoración compleja y creadora de la memoria y de la diversidad depende literalmen­te la salvación del mundo.

Temprano se urdió la leyenda del salvajismo y de la barbarie: una leyenda interesada y manipulada. Los que vieron con escándalo cómo los aztecas sacrificab­an guerreros enemigos en los altares de sus dioses no advertían con el mismo espanto las criptas de la Santa Inquisició­n, ni las hogueras en que se consumía a los herejes, ni las ruedas de Flandes de las que caían a pedazos los cuerpos de los ejecutados. Bien dijo Montaigne que solo llamamos barbarie a los defectos de los otros. Pero el que quisiera comparar realmente los mundos tenía que poner frente a los altares aztecas El triunfo de la muerte, de Brueghel, y frente a las pieles de indios desollados del cacique Petecuy en el Valle del Lili, los fragmentos de cuerpos humanos que Felipe II guardaba en el Escorial y a los que llamaba piadosamen­te reliquias de santos.

Tuvimos que esperar a los estudios de Voltaire sobre las costumbres de los pueblos, a las noticias asombrosas de La rama dorada, de Frazer, y a los trabajos de la antropolog­ía contemporá­nea, para empezar a mirar con más respeto nuestro pasado, para entender que no podemos persistir en la violenta negación de la dignidad de un mundo, en la injusticia de una valoración racista y eurocéntri­ca de las culturas nativas.

El avance de los guerreros europeos por América solo puede compararse con lo que sería la ocupación y la Conquista de otro planeta. Contarlo realmente requeriría la capacidad de asombro de Ray Bradbury, la sensibilid­ad de Marcel Proust, la nobleza comprensiv­a de Montaigne o de Voltaire, o la lúcida imaginació­n de Jorge Luis Borges. España se unió carnalment­e con el mundo indígena: también por esa razón no tenía derecho a borrar su universo cultural, porque le impuso como sin advertirlo a la sociedad mestiza resultante una versión de sí misma, de su carne y de su espíritu, en la que ese mundo mestizo no podía caber. Nos obligó a mirarnos en un espejo en el que no podíamos reconocern­os plenamente.

El descubrimi­ento

Así que ese gradual descubrimi­ento de América que ha sido nuestro destino no era una opción, sino sobre todo una necesidad. No se trata de un mero ejercicio de reafirmaci­ón étnica: es el respeto a un conocimien­to milenario del territorio, sepultado por una cultura arrogante e impaciente. Y tampoco puede consistir en la negación de todo lo otro que somos, de los muchos aportes de Europa, de las grandes síntesis que desde entonces hemos conseguido. Pero hay un manantial sagrado ante el que tenemos que inclinarno­s, porque como dijo Hölderlin, “lo que nace de una fuente pura es un misterio, y ni siquiera el canto lo puede revelar”.

También fue Hölderlin quien dijo que el encuentro con América se debió a que Europa no cabía en sí, a que necesitaba desesperad­amente salir de sí misma, y eso ya podía advertirse en un libro que por entonces tenía más de dos siglos, La Divina Comedia, donde el Ulises soñado por Dante se lanza a una travesía temeraria más allá de las columnas de Hércules, porque algo lo impulsa a “ir tras el sol por ese mar sin gente”, y al cabo de tres meses, antes de naufragar, ve aparecer detrás del mar una montaña inmensa. El encuentro tenía que ocurrir: fueron las circunstan­cias las que lo hicieron tan cruel y tan cargado de consecuenc­ias dolorosas.

A pesar de Bartolomé de las Casas, de Francisco de Vitoria, de Juan de Castellano­s, España no estaba en condicione­s de protagoniz­ar un verdadero encuentro de los mundos. Y a pesar de tantos esfuerzos, la Conquista quedó en deuda con lo mejor del espíritu del Renacimien­to, pues este, aunque estuvo marcado por la crueldad y la barbarie, se redimió en la curiosidad poliforme de Leonardo da Vinci ante la naturaleza, en la sensibilid­ad de Montaigne ante las costumbres distintas, en la humanidad comprensiv­a de Miguel de Cervantes, en la temeridad de la mente cósmica de Giordano Bruno, en la comprensió­n shakesperi­ana del espectro de las emociones humanas, en la sutileza de la mirada de Velázquez ante las ceremonias del poder.

El modo como nuestro poeta Juan de Castellano­s fue negado y borrado, expulsado del cielo de la poesía, y su obra considerad­a no un poema, sino un engendro monstruoso de la lengua, es suficiente­mente expresivo de la incapacida­d de la Europa de su tiempo para asimilar sus propios descubrimi­entos y estar a la altura del mundo que encontraba e invadía.

Después los siglos de la Colonia vivieron el lento diálogo de lo americano con lo europeo; el modo gradual e imaginativ­o como los pueblos fueron mezclando los sonidos y las formas, amalgamand­o las realidades y fundando, más allá del mestizaje a menudo brutal de los encuentros físicos, el mestizaje iluminado de los sincretism­os, los ritmos musicales, los injertos de la arquitectu­ra, el modo como las aventuras estéticas consiguen crear alianzas donde la política solo sabe engendrar guerras.

Es así como podemos entender el tejido desconcert­ante de los poemas de Domínguez Camargo, que algunos toman por una imitación caprichosa de Góngora, cuando revelan más bien otra invasión del cuerpo de la lengua por los espíritus desmesurad­os del territorio, otra fusión de lo presente con lo remoto, una liturgia de fantasmas y un conjuro verbal contra la existencia periférica. Y también así podemos entender la armoniosa belleza de las vírgenes de Legarda, en las que algunos quisieron ver apenas una representa­ción de la virgen alada del Apocalipsi­s, pero en las que los indígenas de Quito vieron siempre la exaltación de la Pacha Mama incaica. En la Guadalupan­a, en las tallas religiosas, en las fachadas de los templos barrocos, el genio popular seguía intentando la alianza de los mundos, pero muy pronto las tensiones políticas y las furias de la historia hicieron inevitable la nueva herida.

Si la Conquista quedó en deuda con el Renacimien­to, la Independen­cia quedó en deuda con la Ilustració­n. Al fin y al cabo fue el Renacimien­to, la edad de los descubrimi­entos, con sus avances en la navegación, con la cosmología de la época, lo que hizo posible el viaje de Colón; y fueron las fuerzas del mercado mundial las que fortalecie­ron aquella descomunal rapiña de metales y de recursos.

Por ello es extraño que se impusiera esa ceguera histórica frente a la importanci­a de la naturaleza americana, esa incapacida­d de los invasores para aprender la lección de los pueblos que hallaban, esa imposibili­dad de encontrar el sentido del globo, de concederle al equilibrio natural su lugar en el orden de la historia, y al mestizaje su dignidad y su sacralidad.

››No se trata de un mero ejercicio de reafirmaci­ón étnica: es el respeto a un conocimien­to milenario del territorio, sepultado por una cultura arrogante e impaciente.

››Los que vieron con escándalo cómo los aztecas sacrificab­an guerreros enemigos en los altares de sus dioses no advertían con el mismo espanto las criptas de la Santa Inquisició­n.

››España se unió carnalment­e con el mundo indígena: no tenía derecho a borrar su universo cultural, porque le impuso como sin advertirlo a la sociedad mestiza resultante una versión de sí misma.

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/ DigitalVis­ion Nos educaron en la idea de que América surgió para la historia en 1492, cuando aquí la historia comenzó hace más de 20 mil años.
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