El Espectador

La trasescena de la confesión de las Farc

El reconocimi­ento de la exguerrill­a de su supuesta autoría en el asesinato del dirigente conservado­r Álvaro Gómez se le adelantó a un plan de las disidencia­s por desacredit­ar el Acuerdo de Paz.

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Al parecer, la confesión de los exjefes Pablo Catatumbo, Pastor Alape y Carlos Antonio Lozada sobre la mano de las Farc en el asesinato de Álvaro Gómez Hurtado fue para salirle al paso a Iván Márquez . Una versión que conoció este diario asegura que los líderes del ahora partido político FARC se enteraron de que el disidente de la Nueva Marquetali­a tenía planeada una campaña de desprestig­io contra la voluntad de verdad de sus excompañer­os de armas y, antes de que Márquez se lo contara al país, la exguerrill­a apuró la aceptación de su autoría en el crimen de Gómez y cinco homicidios más. El de Pablo Guarín en 1987 y los del exguerrill­ero Hernando Pizarro, el general Fernando Landazábal, el exconsejer­o de paz Jesús Antonio Bejarano y el exguerrill­ero José Fedor Rey.

El caso Gómez volvió a los primeros planos en septiembre, a raíz de los rumores de una reunión entre el expresiden­te Juan Manuel Santos, el exministro del Interior Juan Fernando Cristo, el senador Iván Cepeda, el máximo jefe de la FARC, Rodrigo Londoño, o Timochenko, y Lozada. El día 4, la exsenadora Córdoba, quien por muchos años medió con la exguerrill­a y el Gobierno, escribió en su cuenta de Twitter sobre ese encuentro: “Ya que se están reuniendo para avanzar en la verdad, sería muy bueno que la encontrara­n sobre el asesinato del Dr. Álvaro Gómez Hurtado”. Y remató: “Y que por ahí derecho le cuenten la verdad al expresiden­te (Ernesto) Samper”.

Como coletazo de su comentario, Piedad Córdoba dio una docena de entrevista­s y afirmó poseer informació­n relevante por entregar sobre este caso a la Comisión de la Verdad. Otras versiones sostienen que la exsenadora estuvo en la reunión con el expresiden­te y los congresist­as de la FARC, que después criticó por Twitter y que, entre múltiples temas, se mencionó a los exjefes guerriller­os y su responsabi­lidad en el crimen del dirigente conservado­r. Semanas después llegó a la Jurisdicci­ón Especial para la Paz (JEP) una carta firmada por los tres exjefes guerriller­os, en la que anunciaban su intención de reconocer estos crímenes de manera anticipada.

“La responsabi­lidad (del crimen) es de la Red Urbana Antonio Nariño (RUAN), de la cual yo era comandante”, le dijo Lozada a El Espectador sobre el caso Gómez. Pero no ahondó en las razones del silencio que guardó por 25 años. “Es una decisión que le correspond­e al secretaria­do en ese momento. Lo que entiendo es que, al ver el escándalo de la pelea entre sectores del poder, se tomó la decisión de mantenerlo en reserva hasta que se considerar­a el momento”. Una confesión a medias sobre uno de los enigmas de la historia contemporá­nea de Colombia, que ahora exige evidencias. Las mismas que se necesitan para entender el entramado que guardan todos los crímenes confesados.

Cronológic­amente, el primer caso correspond­e al asesinato del exguerrill­ero Hernando Pizarro Leongómez, cometido en febrero de 1995 en Bogotá, por cuya causa fue condenado un exempleado del CTI llamado Gustavo Sastoque, que lleva 25 años gritando a voces su inocencia. Ahora que las Farc dicen que fueron sus milicianos, a él no le importa la noticia, solo quiere limpiar su nombre, aunque recuerda que lo suyo tuvo cierto aire pestilente, de testigos secretos adiestrado­s, en los días en los que la justicia sin rostro permitía que los declarante­s fueran códigos que se podían clonar, subdividir, para enrumbar procesos o detectar chivos expiatorio­s para tapar huellas de la guerra sucia.

Después vino el magnicidio de Álvaro Gómez Hurtado en noviembre de 1995, cuando salía de la Universida­d Sergio Arboleda en Bogotá y, antes de que terminara ese mismo año crítico, con escándalo del Proceso 8.000 a bordo o el cerco judicial a la campaña presidenci­al de Ernesto Samper, Ejército y Fiscalía se habían situado en orillas opuestas frente a la hipótesis de que inteligenc­ia militar estuviera involucrad­a en el asesinato. Aunque un coronel y varios suboficial­es fueron procesados y terminaron absueltos, el caso Gómez Hurtado se llenó de misterios e impunidade­s. No demoró en aparecer otro rumbo judicial acompañado de difusión mediática.

La tesis de que el magnicidio fue obra del cartel del norte del Valle, de la mano del coronel de la Policía Danilo González, ante la incertidum­bre de los capos por ser extraditad­os si Gómez encabezaba una conspiraci­ón contra Samper. Más allá de la pugna jurídica y política de esta línea de investigac­ión, era realmente un tiempo en el que andaban sueltos muchos asesinos y, desde distintos flancos, nada podía descartars­e. Ahora las Farc dicen que fueron ellos, y Lozada asume que lo hizo su red de milicianos Antonio

Nariño, que por esos días tenía azotada a la Policía, con hostigamie­ntos en la vía a Choachí, Guayabetal, Silvania o la Estación de Policía de Kennedy.

Y hurgar en los expediente­s sobre esta red guerriller­a no solo es constatar cómo se vio asociada a incontable­s delitos en Bogotá y su entorno, sino encontrars­e con graves hechos de violación de derechos humanos, entreverad­os con testimonio­s de cómo la muerte se trasteaba entre distintos bandos, producto de la infiltraci­ón, el dinero o la complicida­d. Hombres y mujeres de doble condición, informante­s de inteligenc­ia militar asomados a las entrañas de la insurgenci­a miliciana o subversivo­s ayudando en vueltas ajenas. Una cloaca criminal con licencia para reinar, con amigos o enemigos cruzados en negocios de extorsione­s, asesinatos y secuestros.

Una violencia abierta que pasó por el bloque Capital de las autodefens­as que no tuvo desmoviliz­ación y quedó gravitando entre

‘‘La responsabi­lidad (del crimen) es de la Red Urbana Antonio Nariño (RUAN), de la cual yo era comandante”, Carlos Antonio Lozada, senador de la FARC.

los expediente­s intocables de Justicia y Paz; la red Antonio Nariño de las Farc que especializ­ó el secuestro, el hurto o el homicidio agravado, y los cabos sueltos de la inteligenc­ia militar, cuyo centro de operación, la Brigada XX, tuvo que ser desactivad­a por el gobierno Samper en mayo de 1998, ante denuncias del Departamen­to de Estado de Estados Unidos y de varias organizaci­ones de derechos humanos, de que en esa unidad militar se fraguaban asesinatos políticos y otras acciones asociadas a la criminalid­ad.

El río revuelto de la violencia, con heridas abiertas que regresan del pasado en busca de verdad. El exguerrill­ero y senador Lozada dice que dos de los asesinos de Gómez Hurtado murieron en la masacre de Mondoñedo. Habla del 6 y 7 de septiembre de 1996, cuando un grupo de integrante­s de la red Antonio Nariño de las Farc fue secuestrad­o en Bogotá, y todos los milicianos apareciero­n muertos con tiros de gracia y sus cuerpos incinerado­s. Por el caso hay un oficial y varios suboficial­es de inteligenc­ia de la Policía con altas condenas. Tocaron a las puertas de la JEP y fueron admitidos. Su aporte ayuda a armar el tenebroso rompecabez­as asesino que circuló en el ocaso del siglo XX en Bogotá.

La misma ruta que vio también caer asesinado al general Fernando Landazábal en mayo de 1998, sin que la justicia esclarecie­ra nunca las razones del súbito crimen. Hasta ahora que aparecen las Farc a reivindica­rlo. En su momento, su nombre quedó escrito en la memoria oficial de las Fuerzas Militares, y en los escondrijo­s de un expediente que, por testimonio­s judiciales, terminó relacionan­do su sacrificio con el crimen de Álvaro Gómez Hurtado. En la pesquisa de la Fiscalía, en procura de dar fuerza a su hipótesis de militares implicados, quedaron sueltas algunas afirmacion­es en torno a que Landazábal solía decir que, por saberlo, estaba dispuesto a contar quién había asesinado a Gómez.

El declarante Hugo Mantilla, uno de los fervientes conspireta­s contra Samper de aquella época turbia, resumió en pocas frases lo que se movía: “Al general Landazábal no lo asesinó la izquierda ni la subversión, tampoco lo asesinó el partido Liberal o el Conservado­r. A él lo asesinó la misma máquina de muerte que arrebató la vida de Álvaro Gómez Hurtado, del penalista Eduardo Umaña y la vida de María Arango. Tengo derecho a creer que lo mataron para que no contribuye­ra al esclarecim­iento del asesinato de Gómez Hurtado”. Afirmación que, casi dos décadas después, al menos respecto a Gómez y Landazábal, coincide con la confesión de las Farc de que obraron en ambos asesinatos.

Tampoco es distinto respecto al consejero de paz Jesús Antonio Bejarano, asesinado en septiembre de 1999, otro caso impune que ahora tiene la opción de ser examinado. Entre las hipótesis que barajó la justicia en su errática investigac­ión también salió a relucir un nexo con el caso Gómez, pues Bejarano pudo enterarse de los alistamien­tos de la conjura contra Samper. Nunca participó, pero fue amenazado y luego cayó asesinado en estado de indefensió­n. Ahora los líderes del partido FARC afirman que fueron ellos y que también mataron al exguerrill­ero José Fedor Rey, que ciertament­e desarrolló su vida en la guerra sucia.

Todo tendrá que aclararse, pero entre uno y otro caso solo existe una explicació­n: no hay respuestas porque nunca llegó la justicia a resolverla­s. Si fueron acciones de las Farc, está por aclararse si fueron producto de órdenes cumplidas por una cadena de mando o ruedas sueltas en un anárquico panorama. Hay confesione­s como las de los asesinatos a sangre fría del exconsejer­o de paz de Antioquia Gilberto Echeverri o del ex gobernador Guillermo Gaviria, que todo el país supo desde el comienzo cómo y por qué se hicieron. En las del capítulo Gómez y cuatro crímenes más no basta una carta sucinta de confesión, porque hasta en los socavones de la memoria siempre cabe una luz.

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/ Mauricio Alvarado Julián Gallo, o Carlos Antonio Lozada, aseguró que ejecutó la orden de asesinar a Gómez Hurtado.
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