La Policía
PROSIGUE LA INCAPACIDAD POLÍtica de Duque, su desidia frente al asesinato de líderes sociales, sus amigotes como candidatos a organismos distintos al Ejecutivo, su persistente verborrea y su derechismo camuflado. Entretanto, en los medios se barajan propuestas de candidaturas y reformas para el próximo gobierno, entre ellas en la Policía. Los manejos gubernamentales de esta institución durante décadas explican sus problemas actuales.
La profesionalización de la Policía comenzó en 1940 con la creación de la Escuela de Cadetes General Santander, continuó con la reglamentación de la carrera de oficiales, suboficiales y agentes, y concluyó con la nacionalización de la Policía en 1960. Su etapa crítica fue a partir del “Bogotazo”, en 1948, y las violencias que desató. Vino luego su incorporación al Ministerio de Guerra y el sometimiento al régimen de justicia penal militar en el gobierno de Rojas Pinilla. En 1960 pasó a depender del ministro de Guerra —no del Ministerio respectivo—, que era entonces el militar de más alta graduación. Con grados similares a los militares entró a acatar orientaciones de gobernadores y alcaldes, como autoridades de Policía en departamentos y municipios.
En 1966 comenzó la actividad investigativa de la institución, en particular la policía judicial. La labor de la Policía se orientó hacia el control urbano, definido en 1971 como guarda del orden público interno. En los años 80, la Policía sufrió más que otras instituciones las violencias del narcotráfico y las guerrillas. En 1993 la Ley 62 concretó su estatuto, tras un escándalo por violación y asesinato de una menor en una estación de policía, pero esta norma no fue cumplida a cabalidad —como el comisionado de la Policía, que duró poco tiempo— al igual que normas subsiguientes. Con la Constitución del 91 quedó incorporada a la Fuerza Pública, como cuerpo civil armado. Dadas las persistentes violencias y la debilidad política del Estado, la militarización de la Policía se reforzó. En 1991 fue nombrado el primer ministro de Defensa civil desde 1953, con lo cual la mayoría desconoce los intríngulis de la Policía, que pasó a ser una “rueda suelta” por su autonomía relativa.
Ante este panorama, la Policía Nacional debe ser desmilitarizada, con una estructura que no sea vertical y jerarquizada. El Cuerpo de Carabineros —fortalecido— debe ser la dependencia para atender las zonas rurales, en un territorio donde el Estado no hace presencia efectiva en más de la mitad. Sería conveniente que la institución —con más efectivos— pasara al Ministerio del Interior, pero fortalecido mediante reformas. El director de la Policía Nacional debería depender de un Viceministerio del Interior, separado de dependencias de inteligencia. Esto permitiría que el gobierno central adquiera más autoridad y control en materias de seguridad en las regiones, además de instrumento para contrarrestar la corrupción en la institución y en esas zonas.
La misión de ocupar de manera legítima regiones abandonadas estaría a cargo de la Policía Nacional —amén de otras instituciones oficiales—, con apoyo de las Fuerzas Militares de manera transitoria. La Infantería de Marina sería necesaria en territorios con predominio fluvial. La esencia de la Policía Nacional deberá ser la seguridad ciudadana, de manera preventiva, con más autonomía individual y mayor legitimidad.
¿QUÉ SE PROPONE IVÁN DUQUE oficiando como magistrado de la JEP al descalificar de un plumazo la confesión tardía de las Farc de que fue esa organización la que asesinó a Álvaro Gómez y desconociendo su competencia prevalente? Lo que quiere este Gobierno mafioso es que su fiscal de bolsillo, Francisco Barbosa, les eche la culpa de ese crimen a Samper y Serpa, y de paso que arrase conmigo.
La peligrosa intervención de Duque dejó otra vez en evidencia su pésima condición humana. Al posesionar a Barbosa le marcó la agenda que debía seguir con el proceso del crimen de Gómez, y el fiscal ha obedecido. Esta semana sostuvo Duque, en tono de amenaza, que quien se atribuya un crimen sin haberlo cometido incurre en un delito, lo cual, por supuesto, no es un hallazgo porque así lo prevé el Código Penal. Pero lo que no dijo Duque fue que quien utilice su poder para incriminar a otros en un delito que no han cometido incurre en la más abominable de las conductas criminales, que es en lo que andan él y Barbosa, seguramente para cumplirle a la cueva del fascismo, la Universidad Sergio Arboleda, a Álvaro Uribe y a la agresiva familia del líder conservador inmolado, pues el único muerto que les importó fue Gómez Hurtado, no los demás.
No es imposible que las Farc hayan ejecutado ese crimen y que ninguna autoridad lo hubiera sabido. Si en septiembre de 1995, cuando le dispararon al abogado Antonio José Cancino, las autoridades hubiesen investigado las denuncias del gobierno de que “habían sonado los primeros disparos de una conspiración”, otro hubiera sido el rumbo. La Fiscalía de entonces, sin haber abierto indagación preliminar, consideró que eso era una cortina de humo y sepultó cualquier trámite judicial; los conspiradores quedaron con el panorama despejado y todo eso debió conducir al magnicidio de Álvaro Gómez. Lo que no puede repetirse es que, así como hace un cuarto de siglo se desestimó el golpe de Estado, ahora se descarte la confesión de las