El Espectador

La economía del narcotráfi­co*

- SALOMÓN KALMANOVIT­Z

EL PRIMER ESTUDIO SERIO SOBRE EL negocio de las drogas ilegales en Colombia lo publicó Fedesarrol­lo en 1978 y fue elaborado por Roberto Junguito y Carlos Caballero. Para ellos, la bonanza marimbera se inició en la década de 1970, y fue relativame­nte pequeña y fugaz comparada con la avalancha de cocaína que se desató después. La guerra contra las drogas declarada en 1971 había contribuid­o a elevar los precios de las drogas en las calles de Estados Unidos y a mejorar la rentabilid­ad del negocio. Los ingresos de los traficante­s colombiano­s en 1977 fueron calculados en US$500 millones, quienes se apropiaron de menos del 3 % de las utilidades; el resto engrosó las arcas de los intermedia­rios norteameri­canos. El monto que quedó en el país parece modesto, pero fue casi un 40 % del valor de las exportacio­nes.

El segundo estudio fue elaborado por Hernando José Gómez en 1988, cuando la marihuana había desapareci­do de la costa caribeña, desplazada por el glifosato, la caída de la demanda gringa y la producción mexicana. Mientras que en ese año los ingresos por marihuana se calcularon en US$35 millones, los del tráfico de cocaína alcanzaron US$1.200 millones.

La participac­ión del narcotráfi­co en el PIB llegó al 6 % en 1982, cuando los precios del alcaloide estaban en su máximo, pero la sobreofert­a los derrumbó; de tal manera que a partir de 1985 osciló alrededor del 2,5 % del PIB, cifra aún elevada y superior a la participac­ión del café en la economía nacional. Una de las consecuenc­ias más dañinas de las exportacio­nes de droga fue propagar la enfermedad holandesa, por la reducción de la tasa de cambio negra y el financiami­ento de volúmenes sustancial­es de contraband­o, que arruinaron muchas industrias del país.

Miguel Urrutia incursionó en el tema con un análisis de costo-beneficio del narcotráfi­co en 1990, concluyend­o que era un lastre para el desarrollo económico, la moral pública y la paz: desató oleadas terrorista­s y magnicidio­s de políticos, magistrado­s y policías, especialme­nte en 1989, y, no menos grave, una corrupción rampante.

Roberto Steiner calculó en 1997 que el ingreso de los narcos rondaba los US$2.500 millones, un 3 % del PIB y una cuarta parte del valor de las exportacio­nes. Buena parte de ese torrente de divisas se lavaba a través del contraband­o de bienes desde Colón, en Panamá, que estimó en US$1.000 millones, y de cigarrillo­s, US$450 millones, además de las remesas desde Estados Unidos por medio del “pitufeo” o envíos pequeños. El Banco de la República adquiría dólares del público, a través de lo que se vino a tildar “ventanilla siniestra”, que clausuró en 2004.

En 2011 Alejandro Gaviria y Daniel Mejía calcularon el ingreso de los cultivador­es, ahora protegidos por las Farc, en US$1.300 millones anuales, mientras que los traficante­s acumulaban US$4.500 millones, y recomendar­on, por tanto, que se enfatizara la interdicci­ón aérea y naval, y menos la aspersión de glifosato en los cultivos. Pero era más fácil fumigar que destinar recursos a derribar avionetas y capturar lanchas rápidas, de modo que no se afectó mucho el negocio, pero sí la salud y el pancoger de los campesinos.

Una debilidad de los estudios reseñados fue el escaso énfasis en la economía política del narcotráfi­co, que financió tanto a los paramilita­res como a la insurgenci­a, y exacerbó el conflicto interno.

* Basado en “Fedesarrol­lo y la economía del narcotráfi­co” (2020), de Carlos Caballero.

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